Si hubiese podido, Vada habría abrazado uno a uno, a todos los zaragocistas que se dieron cita en los aledaños de La Romareda para recibir a su equipo. Eso transmitía el rostro del argentino cuando se apeó del autocar. Ni siquiera la mascarilla era capaz de disimular su asombro ante semejante espectáculo. Pura magia. Un derbi. El fútbol.

Faltaban más de dos horas para el comienzo del partido y en los alrededores del estadio se sucedían las procesiones de zaragocismo. Todo ayudaba. Tarde ideal, víspera del Día del Pilar y, sobre todo, muchas ganas de rescatar todo aquello que la pandemia arrebató durante demasiado tiempo. Nada que ver con la última vez, cuando aquel gol de Galán lo cambió todo. 16 meses han pasado, pero ha sido toda una vida. 

Atrás quedaba ese silencio implacable que transformaba el fútbol en un sucedáneo. Hace semanas que se reabrió la puerta a los sueños, pero lo de anoche era especial. El rescate de sensaciones. De la ilusión. De la alegría. Cuando llegó el autocar del Zaragoza, hubo hasta lágrimas. Demasiado sufrimiento acumulado. Mucha rabia contenida. Y, sobre todo, emoción a raudales. Miles de aficionados esperaban desde hace rato a ambos lados de una calle Eduardo Ibarra a reventar de zaragocismo. La apoteosis llegó a las 19.17, apenas un par de minutos más tarde de lo previsto. Cuando el bus asomó por la esquina, el pueblo enloqueció y todo quedó inundado de grandeza. La del fútbol en estado puro. Un espectáculo de Primera.

Nadie se movió cuando los jugadores desaparecieron por la entrada a vestuarios. El ritual incluía una demostración de poderío al rival, el Huesca, ese vecino con el que la rivalidad sigue creciendo. Con lo que no contaba el gentío es con que el autocar aparecía por la otra puerta. En el interior de La Romareda, la fiesta continuó. Zaragocismo en vena antes de la batalla. Lo que vino después fue otra historia. El fútbol es así.