Con toda la fortuna que le ha faltado en este inicio de temporada y que sí tuvo en momentos críticos de la pasada, cuando a veces las cosas sucedieron sin saber por qué, ha llegado Juan Ignacio Martínez al punto en el que nos encontramos: diez jornadas, diez puntos de 30 posibles. Numéricamente, un bagaje paupérrimo y que para otros entrenadores supuso la condena de muerte. No es el caso que nos ocupa porque la situación de JIM tiene unas particularidades muy importantes, que se esconden detrás de un balance estadísticamente indefendible pero que resultan determinantes a la hora de hacer una valoración global.

Primero. Con la salvación de la última campaña y su mano de santo, JIM se ganó un crédito extraordinario que, evidentemente, no ha consumido. Segundo. Su Zaragoza no es un equipo que haya emitido señales alarmantes como sí hicieron otros que terminaron por sepultar a sus entrenadores. Al Zaragoza de JIM le cuesta muchísimo ganar, solo lo ha hecho una vez, pero también es muy difícil de batir (dos derrotas). En estos dos meses ha merecido más de lo que tiene, ha producido juego en varios partidos de un nivel suficiente para haber sumado más y está en la zona baja por una cuestión matriz: el terrible desacierto en la definición de sus delanteros.

Las conclusiones son simples. Con lo que ha hecho, al Zaragoza no le ha bastado. Debe hacer más. No debe excusarse en el mal fario. Ha de aplicarse en la búsqueda de soluciones, individuales y colectivas. En encontrar ajustes tácticos, mejoras, cambios que potencien las virtudes que el equipo ya ha mostrado y que permitan sumar los triunfos que se resisten. Una tarea de todos, de los jugadores, a los que hay que exigir mucho más acierto y tino ante la portería contraria, y del entrenador, el responsable de dar con la llave que abra la puerta a las victorias.