Si algo consiguió Juan Ignacio Martínez la temporada pasada, cuando la necesidad era colosal y la dinámica terrible, fue entender de manera perfecta qué precisaba el equipo desde el punto de vista futbolístico y, sobre todo, convertirse en un magnífico motivador, un psicólogo que intervino con éxito en la mente de cada uno de sus futbolistas y provocó un cambio colectivo tanto emocional como de competitividad y capacidad para lograr victorias que llevó al Real Zaragoza hasta la orilla de la permanencia. Así puso a salvo al club de una de las temporadas más comprometidas de su historia, algo que la velocidad de la vida, el presente que pronto es pasado y el pasado que en nada deja de existir, no permite apreciar en toda su dimensión.

Esta campaña, con el mismo hombre al frente, el mismo librillo, pero abierto por otras páginas, siguiendo un modelo mucho más ofensivo y ambicioso, Juan Ignacio Martínez no está consiguiendo resultados. Su equipo no es capaz de ganar, solo lo ha hecho una vez en toda la Liga, y encadena siete empates, algunos premio menor para un merecimiento mayor y otros justa recompensa.

Mientras las jornadas pasan y los triunfos no llegan, el discurso de JIM antes de cada partido ha ido perdiendo aquel vigor que tuvo la campaña pasada y al inicio de esta, a pesar de que el técnico nunca ha sido un gran orador ni un virtuoso de la palabra. Antes de jugar en el campo del Girona, volvió a hablar de orgullo, de casta, de fuerza mental, de lo que hacen los delanteros en el día a día en los entrenamientos, que no en los partidos, como argumento para su defensa, de tener esa chispa de acierto que falta, de que ya no puede pedir paciencia a la gente. Un discurso siempre noble, como el personaje. Pero, como él mismo sabe, hueco hasta que no lo llenen las victorias.