494 minutos acumulaba el Real Zaragoza sin marcar. Mas de ocho horas, que se dice pronto. Cinco encuentros completos. Fuera de casa, el equipo aragonés llevaba más de dos meses sin ver puerta, desde que Álvaro anotó su último tanto en Lezama ante el Amorebieta. En Ibiza marcó dos en menos de diez minutos. Justo a las puertas de otro récord negativo y coincidiendo con la llegada de otro delantero, Sabin Merino, en auxilio de un equipo huérfano de alegrías. La suculenta renta y el aplastante dominio de los aragoneses invitaban a soñar y a sonreír. La sexta victoria en 25 partidos parecía segura para un Zaragoza que se disponía a poner tierra de por medio respecto al abismo.

Pero no. Este equipo es tan capaz de echar a perder semejante ventaja en apenas unos minutos como incapaz de sujetar un triunfo. Su endeblez anímica es tan espeluznante como su facilidad para irse a la lona al primer golpe. Claro que tampoco ayuda la tardía reacción desde un banquillo incapaz de actuar a tiempo. En el fútbol prevenir también es mejor que curar. 

Así que, de nuevo, el Zaragoza empató. 14 van ya en 25 encuentros. Y solo cinco triunfos. El último, hace dos meses. Sin marcar no hay manera de ganar. Pero marcando tampoco. El Zaragoza jugó como nunca durante una hora, pero acabó empatando, como siempre. Las tablas son de plomo.

A estas alturas y a expensas de ese crecimiento prometido por el técnico en la segunda vuelta como consecuencia de la remodelación de la plantilla, la realidad es que el Zaragoza solo se ha hecho merecedor de deambular por el purgatorio. No puede ser de otro modo atendiendo a los números de un equipo que muestra una incapacidad supina para no dejar escapar presas entregadas y conquistas seguras. Y el Ibiza era ambas cosas. Desarbolado por la primorosa primera parte de los aragoneses, la valentía, y a veces osadía, de su entrenador le devolvió la vida. El Zaragoza, sin embargo, no ganó por cobarde. Por pusilánime. Por blando. Mientras quiso ganar lo hizo. Cuando tuvo miedo, se entregó.

Te puede interesar:

 Es, precisamente, ese temor lo que le convierte en un adefesio. El Zaragoza de la primera parte hizo daño corriendo, con una presión alta y sabiendo cómo y por dónde atacar a un rival que, como Las Palmas, brinda espacios merced a un estilo que no entiende de especulación. Así es Paco Jémez, un entrenador que aboga por el intercambio de golpes y que sacrifica la extrema seguridad atrás para ir hacia delante. El Zaragoza, en cambio, basa su esperanza, según su cuerpo técnico y dirección deportiva, en no encajar para crecer desde atrás. En Ibiza, todo iba según lo planeado, pero el Ibiza creyó y el Zaragoza dudó, se encogió y cedió. Cuestión de caracteres. Personalidades opuestas.

Así que la vida sigue igual. Con una jornada menos por delante y la misma distancia, cinco puntos, con los de abajo. El sexto, la pomada, está a diez, por si hay quien todavía se empeña en mirar hacia arriba. La mejor versión del Zaragoza durante una hora solo le dio para empatar. Esa es la triste realidad de un equipo que malvive inmerso en una eterna búsqueda de sí mismo aferrado a unas tablas pesadas como el plomo.