Zapater llegó a casa bien entrada la madrugada. Estaba exhausto, roto, desecho. Pero feliz, inmensamente feliz. Como hace mucho tiempo. «Estoy en paz», fueron sus primeras palabras nada más coger el micrófono en la brillante fiesta de despedida preparada por el club al término del partido ante el Tenerife. Así era. Ese momento, tan esperado como temido a la vez, había sido su momento. Y él siempre tuvo claro que debía compartirlo con Óliver, su hijo de 7 años, como la mejor forma de replicar a los incesantes ruegos del niño para que no dejara el Zaragoza. «Papá nunca lo hará», le prometería el capitán clavando su mirada en los asustados ojos del crío.

Ese diálogo entre zaragocistas ya es eterno. El adiós a Zapater se recordará para siempre por la dimensión de la figura y también por la de un acto envuelto en grandeza y orgullo. No merecía menos un emblema de la entidad que derrocha zaragocismo. Un ejemplo. Una referencia. Un espejo. Un ídolo al que La Romareda se entregó para siempre.

Porque lo vivido durante la noche del pasado viernes en el estadio municipal no se había visto nunca, al menos, en la historia moderna del club. Otros ilustres se fueron, pero ninguno con los honores con lo que lo hizo Zapater, cuya despedida nada tuvo que ver con las de Aguado, Láinez o Ander. La del ejeano estuvo presidida por el cariño, la veneración y la admiración. Porque no se iba solo un futbolista. El adiós era al buque insignia del zaragocismo. Y el club estuvo a la altura con una ceremonia espectacular en la que no faltó ni sobró nada.  

Fue una exaltación de zaragocismo y, como tal, abundaron las lágrimas, la pasión y el orgullo. Identidad, compromiso y corazón para despedir al capitán y concebir ese adiós como el principio de todo. Porque a partir de la noche del 26 de mayo de 2023 se debe construir el ansiado regreso del Real Zaragoza a Primera División. «Llegará y yo lo celebraré con mi hijo en la grada de La Romareda», aseguró Zapater en una sala de prensa en la que irrumpió relajado y contento. Por primera vez en muchos días, el ejeano estaba disfrutando.

Mientras hablaba, La Romareda no dejaba de cantar. Poco antes, él mismo lo había hecho junto a Óliver entre los miembros de la grada de animación. Como uno más de ellos. En realidad, lo es. «A partir de ahora, veremos el fútbol desde ahí», le había señalado minutos antes a su hijo, cuyos ojos trataban de decirle a su padre que aquello era demasiado difícil de entender para un niño tan pequeño. Por eso, Zapater, en una maravillosa lección de zaragocismo y paternidad, no le apartó de su lado durante todo el ritual. «Esto es el Zaragoza», le decía sin cesar.

El último servicio

El tributo al capitán fue, justamente, lo que necesitaba un zaragocismo ávido de ilusiones y esperanza y cansado de esperar que su valiente lucha tenga la única recompensa posible. Fue, sin duda, el último servicio del capitán. Porque Zapater le dio a su gente lo que más necesitaba: fe, y le devolvió sensaciones y emociones que permanecían aletargadas.

«El Zaragoza será lo que quiera su gente». Esa proclama, que permanecerá unida a Zapater de por vida, adquiere ahora más sentido que nunca. Porque el adiós del capitán debe ser el principio del fin del calvario y el génesis de un tiempo nuevo. Basta de sufrimientos y agonías. De decepciones y fracasos. De bochornos e ignominias. Se impone encontrar de una vez la salida del infierno y el capitán mostró el camino a una afición que revivió noches de luz en las que el fútbol era gloria bendita y un eterno paseo por las nubes.

Por la puerta de salida que el canterano toma ahora debe irse también toda la mediocridad acumulada desde hace años por una entidad que el viernes por la noche dio un paso de gigante para rescatar la grandeza que envuelve a ese escudo en el que un león rampante ruge a los cuatro vientos que ha vuelto.