Con los Nyangatom

El extenso territorio de la etnia Nyangatom (unos 35.000 individuos), infinita llanura de sabana arbustosa con abundante vida salvaje, limita con la tribu Turkana. Aunque ahora están en paz, la rivalidad entre ambas ha inspirado constantes conflictos, incluido el intercambio de disparos por la lucha por el agua y el hurto de ganados. El robo se castiga con la muerte.

En mitad de la sabana se levanta la pequeña colina basáltica de Naturomoe («lugar donde los enemigos van a buscar frutas y flores»). Sobre ella, una misión con el mismo nombre. Dos sacerdotes españoles de la Comunidad San Pablo Apóstol, Ángel Valdivia y David Escrich, llegaron allí hace siete años, encontraron, gracias a un zahorí, un pozo de agua dulce y comenzaron, a base de donativos y un heroico esfuerzo, a construir una Comunidad: La Misión Príncipe de la Paz. Dentro de unos meses terminarán la iglesia, cuya alta cruz podrá verse desde quinientos kilómetros cuadrados. Será el primer templo católico en una tierra salvaje de religiones panteístas y animistas.

Interior de la casa de una familia Nyangatom

Interior de la casa de una familia Nyangatom Belén Bolea Madrazo

Refugiados sudaneses

Un joven cooperante español, Eduardo, me acompaña y escolta con un machete para recorrer la senda por la que, desde las lejanas montañas de Naita, soldados y refugiados sudaneses buscan cobijo en los desiertos de Etiopía. Caminamos bajo cuarenta grados por una tierra bíblica, cuarteada por la sequía, sin más sombra que desperdigadas acacias, viendo hienas, gacelas, jabalíes, buitres y, a cada poco, individuos o familias sudaneses de etnia Nuer («humano») o Toposa (delgadísimos, con escarificaciones en la piel) entrando en territorio etíope descalzos, con sus burros, pareos y AK 47 colgados al hombro. Huyen de la falta de medios y de los conflictos armados. Al compartir una misma cultura nilótica, los Nuer, Toposa y Nyangatom se llevan razonablemente bien.

Al compartir una misma cultura nilótica, los Nuer, Toposa y Nyangatom se llevan razonablemente bien

Tanto, que en uno de los poblados nyangatom se han establecido una veintena de soldados sudaneses. Algunos lo han sido desde niños. Sus ojos han visto atrocidades. Sus armas y municiones descansan ocultas en las cónicas chozas de barro, a la espera de recibir nuevas órdenes de combate. A partir del mediodía beben arake (licor de sorgo) hasta perder la conciencia. Uno de sus mandos, a quien llaman el general, se encarga de mantener el orden, reduciendo a los revoltosos si arman lío, atándolos de manos y pies y haciéndoles dormir en el corral de las cabras. Adam, el comandante, su segundo, reconoce que si vuelve a Sudán es hombre muerto. Ha tomado una esposa etíope (tiene otra Nuer en su país) y espera acontecimientos. Ambos, el general y Adam, han pasado de la religión de los ancianos, de creer en akuch, el dios femenino creador de toda la naturaleza, a convertirse al cristianismo. Los domingos asisten a misa y colaboran con los sacerdotes en la misión. La figura de Cristo les impresiona particularmente. La idea de la resurrección del espíritu parece atraerles en mayor medida que los tradicionales ritos de carácter mágico. No obstante, siguen haciendo sacrificios, consultando a hechiceros y herboristas, creyendo en los malos espíritus, en el peligro de tocar a los muertos o ser picados por los escorpiones y serpientes, encarnación de los espíritus malignos (satan).

Una escuela en la sabana

En Kakuta, junto a otro poblado, en una escuela levantada por los misioneros en medio de la nada, pero donde asimismo consiguieron encontrar otro pozo, los profesores Clara Ferrandis y Guillermo García-Arias, voluntarios del Grupo Ekisil, se encargan de escolarizar a niños y niñas de tres a seis años.

Gracias a sus métodos educativos y a su indesmayable ánimo, los progresos de sus casi cien alumnos impresionan por su eficacia, armonía y precocidad. Los pequeños, debidamente lavados, uniformados y alimentados, comienzan muy pronto a hablar en inglés y español, a leer y escribir, adquirir hábitos de higiene, participar en juegos, cantar y mantener limpia el aula. De la escuela de Kakuta podrán pasar a Primaria y seguir estudiando en amárico (lengua oficial etíope) en algunas de las ciudades más próximas: Kangatén, Turmi o Jinka (Adis Abeba, la capital, se encuentra demasiado lejos al norte, a unos dos mil kilómetros).

Escuela infantil de Kakuta, en medio de la sabana desértica Belén Bolea Madrazo

Tribus ancestrales

Desde Naturomoe, Omo arriba, ponemos rumbo a la tribu de los Kara. Los hombres, prácticamente desnudos, llevan el cuerpo pintado con rayas blancas y el rostro con puntos del mismo color. Las mujeres van con los pechos al aire, un simple pareo, collares y brazaletes. Los más viejos nos hablan de las pitones que anidan en las florestas del río y de los enterramientos profundamente excavados en la tierra, morada de sus muertos, a los que sepultan en posición sedente.

Como la mayoría de las tribus del Omo, los Kara son polígamos. Su número de mujeres dependerá de su número de vacas. Una mujer suele costar alrededor de cuarenta o cincuenta. La mayoría de las novias habrán sufrido de niñas la ablación clitoriana. Si se les pregunta a los hombres con intención crítica sobre esa costumbre responden impávidos: «Es nuestra cultura».

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Viaje a la cuna del hombre Belén Bolea Madrazo

También debía ser tradición cultural de los Banna, otra tribu vecina, arrojar por una alta roca a los mingis, o niños nacidos de madres solteras. Sin embargo, los Bannas parecen más evolucionados que los Kara. Expertos agricultores, cultivan caña, tabaco, alubias, café… En el interior de sus chozas, sobre un permanente fuego de leña entre requemadas piedras cuelgan mazorcas de maíz para que el humo las purifique de insectos y sirvan de simiente en la próxima cosecha. El jefe Banna tiene dos mujeres que viven en la misma casa y duermen sobre contiguas pieles de vaca. La segunda sirve a la primera; si llega a haber una tercera, servirá a la segunda.

Ritos

Una mujer Banna podría casarse con un hombre Hamer, de la tribu vecina, que los Bannas consideran hermana. Para consumar el ritual matrimonial, ese joven Hamer, además de pagar la dote, deberá saltar sobre los lomos de una docena de bueyes en hilera, sin caerse.

Al atardecer, en la tribu Hamer nos ofrecen el sacrificio de una cabra. Uno de los ancianos nos habla de su dios, baryú, creador de la naturaleza y de toda la vida, del sol, la luna, los animales… Después de la muerte, sin embargo, no habrá nada, el muerto no revivirá en encarnación ni resurrección alguna. A modo de fúnebre despedida, los Hamer embadurnan el cadáver en manteca, bailan a su alrededor, disparan al aire, hacen un sacrificio y entierran al difunto en posición fetal.

Ubicación del Valle del Omo

De regreso a la sabana, bajo unos infernales 45º C, recorremos los poblados de la tribu Arbore. Es de las más auténticas. Las niñas Arbore no van al colegio, no tienen el menor derecho. Las mujeres cocinan, se ocupan de sus hijos, acarrean leña, trenzan de ramas secas las techumbres y duermen separadas bajo un pórtico de cañas. En el interior de las chozas no se ve nada. Cuado los ojos se acostumbran a la oscuridad se entrevén pieles de cabra colgando de tirantes de acacia, cucharas y azadas de madera y una olla de hierro donde arden cáscaras de café. Los árbores no pasan de 25.000 individuos. Cuentan que su origen se debió a una pareja que muchas generaciones atrás llegó allí procedente del territorio de la tribu Konso y fue rechazada, pero encontró agua, un pozo, y gracias a eso pudo asentarse.

Después de ver tanta pobreza, la fértil pujanza de los Konsos es como pasar del Paleolítico Inferior al Neolítico Superior

Mosaico de razas

Los Konsos, en cambio, son muy numerosos, cerca de 300.000. Por sus caminos y mercados fluyen multitudes. Un abanico de razas sugiere raíces árabes, nilóticas, hindúes, orientales, semíticas, keniana… Viven en las montañas y aterrazan sus cultivos en fértiles bancales. Después de ver tanta pobreza, su fértil pujanza es como pasar del Paleolítico Inferior al Neolítico Superior. Los Konsos trabajan los metales, el hierro, el bronce, y estabulan sus ganaderías en corrales construidos junto a las viviendas, siempre cónicas, hechas en piedra, madera y caña. Su ritual de bodas exige que el novio levante una piedra redonda, más o menos de cincuenta kilos, y la arroje por su espalda. A los personajes principales los evisceran y momifican según técnicas procedentes de Egipto, los visten son sus mejores galas y los entierran en el corral de la casa.

Últimos nómadas

El alargamiento de las orjeas, sinónimo de belleza en las tribus Mursi y Surma

El alargamiento de las orjeas, sinónimo de belleza en las tribus Mursi y Surma Belén Bolera Madrazo

Más al norte, cerca de Jinka, nos impresiona la etnia Mursi, una de las últimas tribus nómadas. Los Mursi están acampados en lo profundo del bosque, junto a un río. El poblado es pequeño, un clan de apenas medio centenar de individuos. Las mujeres decoran su labio inferior, artificial y monstruosamente extendido para sostener un plato de barro, cuyo tamaño aumenta en la misma medida que su belleza a los ojos de los hombres Mursi. Llevan en ese lugar un par de años y pronto partirán con sus pocos enseres para buscar otro asentamiento mejor. Atrás dejarán vacías sus casas de paja y un poco más lleno el misterioso cementerio que nadie sabe o dice dónde está, pues los Mursi no quieren que se moleste a sus muertos.

De regreso a la misión de Naturomoe todavía conoceremos a los Arii, muy numerosos y bastante evolucionados, y a los Dasanech, pobrísimos y olvidados en sus chozas de chapa en medio de una sabana desierta donde no crece nada ni llueve hace años, pero amables y capaces de elaborar bellas artesanías.

Un viaje a la cuna del hombre.