Nadie podrá decir nunca que los gallegos se resignan. Su épica reacción ante la desgracia del Prestige , abandonados por el Estado y sus administradores, prueba que son capaces de reaccionar y combatir; incluso en condiciones desiguales. Han luchado y siguen luchando contra la peste negra con sus manos. Todo el mundo los ha visto. Sólo algunos ministros han mirado para otro lado. "¿Dónde está el Gobierno? ¿Es que esto no es España?", gritaron algunos mariscadores de Arousa para que lo escucharan los periodistas. Acaso su única esperanza ante los oídos sordos de unos políticos que debaten entre ellos, pero que, como gobernantes, resuelven poco.

Los gallegos son especiales. Seguramente como todos los pueblos con personalidad y cultura propias. No son como los catalanes, tienen menos renta, votan de manera distinta, pero tienen cosas en común: unas para disfrutar (el mar, una lengua que llegará a milenaria...), otras para sufrir. Por ejemplo, Madrid. El Madrid oficial, se entiende, no el Madrid que los acoge como emigrantes desde hace años o en el que ejercen sus más relevantes profesionales.

Madrid aún manda mucho en Galicia. También en el caso del Prestige , un petrolero viejo que, tras naufragar y asomarse a Muxía (La Coruña), fue mal remolcado hacia una navegación errática, que desembocó a los seis días en su hundimiento y en el vertido de decenas de miles de toneladas del peor de los fueles. ¿Resultado? Galicia tiene toda su costa bañada en esa peste y a toda su gente inmersa en el dolor. Una auténtica tragedia ecológica, trasladada a la opinión pública por periódicos, radios y televisiones de todo el planeta, donde jamás Galicia había tenido tanto protagonismo, a años luz del Camino de Santiago, el fenómeno Zara o las hazañas del Depor.

Ruina para los pescadores

Más de 100.000 gallegos viven directa o indirectamente del mar. Un mes normal, un pescador puede ganar mil euros, pero en meses como éste, un mariscador suele lograr tres o cuatro mil euros limpios. Sin contar la economía sumergida, que también existe, la pesca representa el 10% del PIB gallego, nada que ver con lo que significa para España o el conjunto de la UE, a la que Galicia aporta el 25% de sus capturas y hasta un 50% en el caso de España.

El mar también es una manera de vivir: sirvió para emigrar a América a centenares de miles de gallegos, permite la llegada de un turismo de lujo en grandes transatlánticos, que decoran las impresionantes fachadas de La Coruña y Vigo, y también constituye el lugar de trabajo de pescadores y mariscadores de bajura y altura. Por el mar llegan y se van hombres que dejan en tierra viudas de vivos y de muertos. Es como el Dorado. Especialmente en las Rías Bajas --las de Vigo, Pontevedra y Arousa--, las más productivas y ricas del mundo. De allí entra en la península el mejor de los mariscos y el pescado más rico. Hasta allí también llegan cada verano muchos españoles que buscan descanso en sus playas.

Frente a esas costas pasan decenas de miles de embarcaciones. Cada día surcan sus aguas más de 15 barcos que transportan mercancías peligrosas. Siete de los 10 accidentes más graves de los últimos 30 años en el mundo se produjeron en torno a la Costa de la Muerte, un conjunto de pequeños pueblos pesqueros, de donde los jóvenes siguen emigrando, ahora a Canarias para levantar urbanizaciones. En ninguno de sus numerosos puertos hay remolcador del Estado. Tampoco en el de La Coruña, a pesar de ser uno de los puertos con mayor proyección internacional y lugar de descarga del petróleo que va a la refinería de Bens. El ministro Cascos se llevó el remolcador a su ciudad, la vecina Gijón, que se asoma tranquila a un Cantá- brico más suave que el Atlántico. "Nos han dejado solos", dice el alcalde de Vigo, Lois Castrillo (BNG).

Los barcos violadores

Este otoño es casi invernal en Galicia. Llueve, hace frío, sopla el viento con fuerza... Y no digamos en el mar, donde su mezcla con las corrientes genera olas sobrecogedoras; incluso vistas desde la costa. Cuando eso sucede, la mar de Galicia se cabrea. Y mucho. Tanto, que cuando llegan barcos violadores, los manda a pique. Quizá el mar no recuerda que los piratas del siglo XXI sueltan veneno antes de morir. O tal vez por eso les da una oportunidad de salvarse.

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