Cuando el cielo clareaba, Manfred Gnadinger, el alemán de Camelle , se levantaba de la cama y se zambullía en las heladas aguas de la Costa de la Muerte. Lo hacía todos los días, hasta que una madrugada del mes de noviembre abrió la puerta de su chabola y halló tan sólo un paisaje teñido de negro. El museo construido con sus manos a base de piedras y restos de naufragios había amanecido cubierto por un espeso manto de fuel.

Esa madrugada tomó una decisión. Se encerró en su casa y dejó de comer. Sólo ante la insistencia de algún vecino o de algún visitante se asomaba al mundo real. El 18 de noviembre pasado, después de oír los repetidos golpes en su puerta, recibió a los reporteros de este diario con pesar en el habla y una meridiana declaración de intenciones: "El petróleo me ha matado la vida. Se me han ido las ganas de vivir. He tirado la toalla".

Manfred no quería que nadie limpiase sus piedras, antaño pintadas de colores. Tenía muy claro que su museo debía transformarse ahora en "un símbolo de la muerte que ha destrozado la costa".

En sus momentos de delirio contaba que había soñado con la marea negra mucho antes de que se produjese el accidente del petrolero. "En mi sueño, el alquitrán entra en mí, se me pega en los huesos. Lo siento por todo el cuerpo", decía, y añadía una premonición que en parte se está cumpliendo: "Seguirá llegando alquitrán hasta que no quede alquitrán en el mar, y cuando ya no llegue alquitrán, vendrá una ballena negra, muerta. Entonces la enterraré y todo habrá acabado para mí. Diré adiós".

Casi un mes y medio después, el pasado sábado por la tarde, un vecino, alertado porque el alemán ya no respondía a ninguna llamada, forzó la puerta y encontró su cadáver. Los pescadores de esta localidad coruñesa eran conscientes de que Manfred se acercaba a su final. Por eso uno de ellos lo había obligado a ir al hospital. Pero su mal no tenía remedio.

A pesar de su aspecto estrafalario --se paseaba vestido sólo con un taparrabos incluso en pleno invierno-- y de sus excentricidades, el alemán, que tenía 66 años, era muy apreciado en Camelle. El Museo de Man se había convertido en el principal atractivo turístico de la pequeña población. Centenares de personas abonaban cada verano el euro que cobraba por la entrada.

Museo del mar

Incluso el ayuntamiento había señalizado los accesos. En él había acumulado todo lo que el mar arrojaba a las playas y los objetos enganchados en las redes de sus amigos. Esqueletos de peces, conchas, piedras apiladas y juegos de agua formaban su particular visión del arte.

Cuando llegó a Camelle, en 1962, Manfred tenía otro aspecto. Vestía traje y corbata y acudía puntualmente a misa. Durante un tiempo tuvo por novia a la maestra del pueblo, pero su historia tuvo también un final desgraciado. Nadie sabe en Camelle si el alemán empezó a perder de vista este mundo cuando su amante lo abandonó o si en realidad fueron las extravagancias de Manfred las que ahuyentaron a la joven.

Hoy su cuerpo reposa en los bajos de una vivienda del pueblo. Sus propietarios no han tenido ningún inconveniente en acoger los restos. Aunque El alemán sea probablemente la primera víctima mortal del Prestige , jamás constará así en ninguna estadística. La pena no figura entre las causas oficiales de fallecimiento. Por la misma razón, ninguna autoridad más allá de las locales acudirá hoy a su entierro, organizado por la cofradía de Camelle. Será una suerte póstuma para él. Le llorarán sólo los que de verdad le apreciaban.