Artur Ramon : Pintado bajo el signo de Saturno

El 31 de octubre de 1512 se acabó de pintar la Capilla Sixtina. No es demasiado difícil ponernos en la piel de la gente de entonces cuando levantaron la cabeza y un escalofrío de orgullo recorrió una Roma que sabía que había usurpado el poder simbólico del arte a Florencia. Se iniciaba el Cinquecento y Miguel Ángel, con la edad de Cristo en la cruz, se consagraba como un Dios.

Solo cuatro años antes le había costado aceptar la propuesta cuando el papa Julio II lo había ido a buscar mientras trabajaba en el Moisés. Entonces se hacía llamar escultor y un encargo como aquel le debió parecer más una molestia que un desafío. La idea del pontífice era simple: "Pinta unos profetas". Miguel Ángel pensó que en aquel techo podía condensar un mundo, pintar una cartografía que fuese un espejo de su tiempo.

Ayudado por teólogos, que nunca faltan en el Vaticano, realizó un mapa iconográfico complejo relacionando la historia de Moisés con la de Cristo como dos ríos que van a parar a un mismo mar. Las orillas de los ríos las dejaba a una sucesión de profetas y sibilas que simbolizan la parte redentora y visionaria de la fe cristiana. Unas figuras enormes y andróginas que se incorporaban cómodamente a las lunetas de la arquitectura como el que se sienta en el sofá. Dentro de las siluetas que marcaban los cartones pintó como los niños con los colores primarios que solo podía aplicar sobre el fresco: amarillo, rojo, verde y dejaba el azul del lapislázuli para incorporarlo cuando se secara el muro.

Afortunadamente, la restauración de 1994 nos ha permitido conocer el aspecto primitivo de la capilla y así nos hemos dado cuenta de la falacia de que los florentinos solo se basaban en el disegno mientras que los venecianos lo hacían en el colore. Los nuevos colores reencontrados avanzan lo que vendrá después: Pontormo, Rosso, Beccafumi, Correggio and so on.

¿Cuál es el legado de Miguel Ángel? La tremenda capacidad para comprimir en un solo espacio toda una época. Y el resultado final de muchos años de estudio y de observación de la naturaleza y de los clásicos. Una misión reservada a los genios. Veintipocos años después Miguel Ángel volvería para acabar el trabajo realizando la pared del fondo con el Juicio final, un montón de cuerpos desnudos como un sarcófago paleocristiano pintado bajo los efectos devastadores del Sacco di Roma (1527). Si la Capilla Sixtina anticipa el mundo de contrapuestos y colores prefauves del Manierismo, el Juicio final nos propone el movimiento enérgico del Barroco, el trasfondo de Rubens está al llegar.

Normalmente nunca podemos contemplar bien la Capilla Sixtina. Habría que hacerlo solos y tumbados en el suelo. Entonces comprenderíamos uno de los grandes picos de la historia del arte y de la humanidad, una obra única, un lugar común, un referente del tiempo pintado, parafraseando a Wittkower, bajo el signo de Saturno.

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