La preocupación por el futuro que muestra la ciencia ficción ha hecho creer que es una buena fuente de predicciones. Sin embargo, especular con futuros posibles no es predecir, ya que las muy variadas predicciones del género tienen la misma seguridad que, por ejemplo, las del tarot: si se hacen millares de augurios sobre el futuro, es posible que alguna se cumpla. Nada más.

A veces suena la flauta por casualidad. Así ocurre con alguna de las cosas que vimos en Regreso al futuro II (1989), de Robert Zemeckis. Llegados al 21 de octubre de 2015, Marty McFly, Jennifer Parker y Doc se encuentran con un mundo que nosotros no reconocemos exactamente en el nuestro: hoy no hay (todavía) monopatines voladores, ni coches que planeen; pero sí existen unas gafas con las que se puede contestar al teléfono o ropa inteligente, aunque no sea como la de la película.

Según el imaginario popular, el paradigma de predicción tecnológica, en la ciencia ficción sería el submarino Nautilus que Julio Verne describió en Veinte mil leguas de viaje submarino (1868). Pese a la opinión dominante, no se trata en absoluto de un invento de Verne. La idea de la navegación submarina puede encontrarse ya en un viejo estudio de William Bourne de 1578 e incluso, en mayo de 1801, Robert Fulton (el inventor del barco a vapor), con el apoyo económico de Napoleón, llegó a probar un proto-submarino para cuatro personas y, además, lo bautizó como Nautilus. Sin olvidar al catalán Narcís Monturiol y sus submarinos Ictíneo, probados en el puerto de Barcelona en la misma década en que Verne publicó su novela.

Un ordenador en 1946

Otras veces, la predicción tecnológica es acertada. Realmente debió de ser una grata sorpresa una narración breve de ciencia ficción que Murray Leinster publicó en marzo de 1946 en la revista Astounding.En ese relato más bien humorístico titulado Un lógico llamado Joe,Leinster imagina un sofisticado aparato de televisión llamado lógico,con teclas y no diales, que está conectado gracias a la red telefónica a monumentales «tanques de datos (data tank)», y que permite consultar todo tipo de informaciones, comprar entradas de diversos espectáculos e incluso solicitar cualquier programa televisivo actual o del pasado. Un lógico se conecta también con otros lógicos de la red para intercambiar mensajes, sonidos e imágenes.

Para publicarlo en marzo del 1946, Leinster tuvo que entregar la narración con seis meses de antelación -en septiembre u octubre de 1945-, mucho antes de que hubiera podido ver el ENIAC, la imagen popular de unos ordenadores electrónicos gigantescos que abría la entonces incipiente senda de la tecnología informática, y que se hizo pública el 15 de febrero de 1946.

Leinster había anticipado nada más y nada menos que la microinformática, las telecomunicaciones y el omnipresente internet de hoy día. Un buen ejemplo de predicción tecnológica acertada que no se basaba en absoluto en la tecnología disponible ni previsible a mediados de los años 40. Era tan solo una arriesgada apuesta imaginativa que, para suerte de su autor, el futuro acabó haciendo realidad.

¿Y qué hay de los viajes temporales? Todos somos viajeros del tiempo, desplazándonos en él hacia adelante al ritmo de un segundo por segundo, pero la ciencia ficción ha imaginado la posibilidad de moverse en los dos sentidos posibles: hacia adelante y hacia atrás. Esto abre nuevas posibilidades de aventura y nuevos territorios ignotos que explorar.

La ciencia nos dice que, tal vez, partículas subatómicas podrían viajar en el tiempo. Así lo venía a asegurar Kip Thorne, uno de los astrofísicos más destacados en la actualidad y un gran especialista en la teoría de la relatividad general de Einstein. Thorne fue quien ayudó a Carl Sagan para conseguir verosimilitud física en algunos aspectos de su novela Contacto (1985). Además, ha sido asesor científico y productor ejecutivo de Interstellar (2014). Pero de las partículas subatómicas a un cuerpo humano va todo un mundo. No parece que la ciencia nos permita realmente ese viaje por el tiempo.

Pero disponemos de la ficción. El primero en abordar el viaje por el tiempo fue el británico H. G. Wells con La máquina del tiempo (1895), un intento de situar en un futuro muy lejano -el año 802.701- una caricaturesca especulación en torno al posible futuro de las clases sociales: los burgueses dependientes del trabajo ajeno (los infantilizados eloi de la novela) y los proletarios acostumbrados a trabajar con las máquinas (los bestializados morlock). Una visión que recogía las preocupaciones del socialista fabiano que era Wells.

El holgazán Shakespeare

Más adelante, los autores de ciencia ficción descubrieron que si bien el viaje al futuro permitía imaginar y mostrar las posibles consecuencias de nuestro presente, el viaje al pasado abría un mundo nuevo de especulaciones lógicas en torno a las paradojas que ese viaje podría provocar.

Hay paradojas abiertas como la clásica de la persona que viaja en el tiempo al pasado para acabar matando a la propia abuela (matar al abuelo podría no crear paradojas: simplemente la abuela había sido infiel) antes de que se engendrara su propio padre (o madre) haciendo así imposible su nacimiento.

Hay también paradojas de círculo cerrado en las que la información fluye sin creador evidente. Un caso famoso y repetido es el del historiador literario del cuento Misterio Mayor (1956), de José Mallorquí, que desea averiguar «quién escribió las obras de Shakespeare». Para ello, viaja al pasado y allí descubre que Shakespeare es un joven holgazán nada dotado para las artes literarias y que, en un descuido, huye hacia el futuro en la mismísima máquina del tiempo. Llegado el momento en que se debían publicar cada una de las obras del bardo inmortal, el historiador se ve obligado a copiar esa obra del volumen de obras completas de Shakespeare que llevaba consigo. Solo así evitará que se produzca un grave cataclismo en el devenir histórico, pero eso deja aún mucho más abierta la pregunta sobre quien escribió realmente las obras de Shakespeare.

La paradoja temporal es pues un cliché tan habitual en la ciencia ficción como lo es el famoso problema del asesinato en una habitación cerrada en la novela detectivesca. El peligro de las consecuencias de las paradojas temporales ha generado incluso, siempre en la ficción, una nueva policía temporal dedicada precisamente a evitar sus terribles efectos. Si alguien modificara algún hecho en nuestro pasado, es de esperar que esa modificación pudiera transmitirse y amplificarse hasta hoy en forma de un presente distinto del que ya existía, originando un verdadero cronoseísmo que deberá ser evitado por los policías del tiempo.

En este sentido son emblemáticas las narraciones de La patrulla del tiempo (1960-90), de Poul Anderson y la novela El fin de la Eternidad (1955) de Isaac Asimov donde esa eternidad de que nos habla el título es precisamente la organización encargada de velar por la seguridad e inmutabilidad de la Historia. Y eso sin olvidar la sorprendente serie televisiva sobre El ministerio del tiempo, una versión carpetovetónica de esa policía temporal que defiende, esta vez, la integridad de la historia de España.