El monje agustiniano Bruno Silvestrini, párroco de la Ciudad del Vaticano desde el 2006, no puede con los recuerdos. «En los años 70, la parroquia contaba con dos equipos de fútbol, pululaban los chicos y las chicas, había un futbolín…», contaba días atrás Silvestrini. Y es que el Vaticano, uno de los Estados más pequeños en el mundo, y quizá uno de los más extraños, padece uno de los grandes fenómenos que también aquejan a otros países europeos. Está perdiendo a sus ciudadanos.

En concreto, según los últimos datos dados a conocer, actualizados hasta abril pasado, el país de los papas cuenta con 605 personas empadronadas como ciudadanos. En cambio, en 1938, hace casi 80 años, el número de nacionales vaticanos ascendía a 746 personas, lo que representa una caída del 19% desde entonces.

Eso sí, el fenómeno tiene poco que ver con las circunstancias que conllevan las dinámicas demográficas de gran parte de los países del viejo continente (nacimientos a la baja y envejecimiento de la población). Remite, más bien, a las peculiaridades de la Ciudad del Vaticano, un Estado de apenas 44 kilómetros cuadrados de extensión, en el que no se reconoce ni ius sanguinis ni el ius soli, es decir, ni la filiación sanguínea ni el derecho de suelo como criterios para otorgar la ciudadanía.

Por el contrario, de acuerdo con la última reforma de ciudadanía del Vaticano, plasmada en la ley 131 del 22 de febrero del 2011, son hoy ciudadanos del microestado -además de Francisco y el Papa emérito desde el 013, Benedicto XVI- solo aquellos a los que les ha sido otorgado, por concesión, este derecho, que además no es eterno sino provisional. Con ello, son ciudadanos los cardenales que viven en el Vaticano o en Roma, los representantes diplomáticos acreditados ante la Santa Sede y aquellos que habitan «en razón del cargo o del servicio que desempeñan», así como sus cónyuges e hijos (aunque los primeros pierden el privilegio si su matrimonio es declarado nulo o se divorcian, mientras que a los segundos se les quita al cumplir los 18 años).

De ahí también que, sobre todo el mundo laico, haya iniciado la cuenta regresiva. Tanto que, si en 1936 los ciudadanos laicos sumaban 615 (de los cuales 324 estaban casados), en la actualidad (y excluidos los militares) han pasado a ser 62 personas. Un dato, este, que incluye a esposas, hijos e hijas de los 105 gendarmes y guardias suizos que velan sobre la seguridad del Papa, y a gente como Gian Maria Vian, el director del diario L’Osservatore Romano. A ellos se suman 16 mujeres y 6 hombres laicos que son residentes pero no ciudadanos (sobre la base de la reforma vaticana, que permite residir sin ser ciudadano).

El éxodo de los laicos se remonta precisamente a los años 70, 40 años después de la creación de este Estado mediante los Pactos de Letrán de 1929. «Fue entonces cuando se decidió enviarlos a vivir en apartamentos de la Santa Sede fuera de los muros vaticanos. La mayoría de las familias se mudaron y los pocos que han quedado tienen hijos mayores, que poco a poco se están yendo», explicaba el monje Silvestrini.

Privilegios

Para los pocos laicos y sacerdotes que viven dentro de la ciudad vaticana, los privilegios no son pocos. Además del conocido cajero en latín, todo está a pocos metros de distancia: la casa, la asistencia sanitaria, la farmacia, la gasolinera, el supermercado, una tienda de prendas y otra de tabaco. Y todo libre de los altos impuestos que existen en Italia. El único estorbo es quizá el horario. Las puertas de acceso cierran a la una y cuarto de la madrugada y vuelven a abrirse a las seis menos cuarto, por lo que quien llega después debe llamar a un guardia suizo para que abra.