En torno al 25 de noviembre hemos oído hablar profusamente de violencia contra las mujeres. Es el efecto de los Días Internacionales, que genera mucha información en un breve periodo de tiempo y nos hacen llegar un aluvión de estadísticas y testimonios de víctimas y expertos, para desvanecerse después. Las mujeres no podemos ni debemos ser noticia solo un día al año. Somos mujeres los 365, y está en nuestras manos construir un futuro mejor para las próximas generaciones, tal y como lo hicieron nuestras predecesoras.

La violencia machista es sin duda el rostro más cruel de la desigualdad entre las mujeres y los hombres, pero hay más aristas: discriminación salarial, mayor tasa de paro, escasa presencia en puestos de responsabilidad, dificultades de conciliación, lenguaje sexista...

La batalla de las mujeres en defensa de la igualdad no es nueva pero ha resurgido con fuerza. La máxima expresión de la voz de las mujeres, tantos siglos silenciada, se oyó el pasado 8 de marzo. Muchos se sorprendieron al ver en las calles a millones de mujeres. El mundo entero fue testigo de un acontecimiento histórico que rebasó todas las previsiones. El 8M fue una revelación de la fuerza que tenemos cuando estamos unidas, y es el momento de canalizar toda esa energía para continuar el legado de las pioneras que nos precedieron.

Para explicar este movimiento es fundamental que sepamos de dónde venimos porque las mujeres nunca lo hemos tenido fácil. A la universidad llegamos con 900 años de retraso, y no hace tanto, ni siquiera podíamos ir a la escuela. Tuvimos prohibido llevar pantalones, no pudimos votar hasta 1933 y, por decir algo más cotidiano, ni siquiera podíamos abrir una cuenta bancaria sin permiso del padre o el marido.

Los malos tratos eran aceptados con el argumento de «algo habrá hecho» o «son cosas de pareja» y hasta 1981 no obtuvimos la patria potestad compartida de los hijos. No ha llovido tanto desde que se consideraban ilegítimos los hijos nacidos de «madre soltera», y era impensable hablar de familias monoparentales.

Estos avances en derechos se los debemos a mujeres como Clara Campoamor, María Telo, Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán o María Lejárraga pero también a muchas otras mujeres anónimas que no encontraremos en los libros aunque conocemos bien. Os hablo de las mujeres de nuestras vidas: bisabuelas, abuelas, tías, madres... Mujeres muy distintas entre sí pero que, cada una a su manera y dentro de sus posibilidades, han ayudado a cambiar el destino de las demás. Sin saberlo, colocaron peldaños para que las siguientes en llegar subiéramos más alto, nos hiciéramos oír. Sin saberlo, estaban construyendo una gran unión de mujeres que ha llegado a nuestros días bautizada como sisterhood.

En los 70 la escritora Kate Millett acuñó este término: sisterhood o hermandad, que después en Francia se llamó sororité, sororidad. Actualmente, Marcela Lagarde define la sororidad como «el apoyo mutuo de las mujeres para lograr el poderío de todas. Sumar y crear vínculos; asumir que cada una es un eslabón de encuentro con muchas otras».

Para hacerlo más gráfico me gusta definir sisterhood como esa gigantesca escalera hacia la igualdad a la que aún le faltan bastantes peldaños. Desde aquí hago un llamamiento a que todas las mujeres nos unamos y construyamos una escalera más alta y más sólida, y me gustaría que los hombres se sumaran porque la igualdad solo se puede concebir con su participación.