No me gustan las religiones pero guardo un cariño especial por la liturgia. Hablo de las pequeñas ceremonias, muchas veces formadas por coreografías de gestos y visajes.

Siempre me gustó ver cómo mis abuelos se santiguaban al salir de casa la primera vez del día. Un gesto cotidiano, casi automático, pero con un halo numinoso que nimbaba la escena y le daba un cariz sacro que la sacaba del tiempo.

Pedir un vino es un ballet de coreografías milimétricas entre el camarero y el comensal. Acercar la botella y enseñar la etiqueta, esperar con semblante grave la primera anuencia. Abrir la botella y preguntar «¿quién lo probará?». Servir un poco en la copa y volver a quedarse sesgo como una estatua, incólume. Por su parte el degustador ya ha cogido la copa, la tabalea ligeramente y se la acerca a la nariz. La separa y la inclina contra el mantel para que la luz haga distinguir los ribetes en el borde. Se lo lleva a la boca y realiza una pequeña libación, paladeándolo y finalmente haciéndolo pasar por la garganta. «Está bueno» dice, dando la aquiescencia final. El camarero por su parte hace un neuma con la cabeza y procede.

Ilustración: VÍCTOR PASTOR

Encender un cigarrillo también lo es. Ese momento en el que el cigarro pasa del paquete a la mano, de la mano a la boca, y lo retenemos ahí sin encenderlo, apretándolo suavemente con los labios mientras sacamos el mechero el cual a su vez guardamos en la mano de nuevo. Sin prisa. Dilatando el momento del fuego, casi como una escena taumatúrgica. Entonces viene la primera bocanada de humo perlado que nos invade como niebla sobre la montaña. Sordina para las agujas del alma.

La liturgia de la cortesía y la educación es un intangible en la sociedad más valioso que el mismo oro del Perú. Saludar al llegar a un sitio, despedirnos después. Dar las gracias cada vez que nos atienden, hablar de usted a cualquier persona que no conozcamos. Y sí, abrir la puerta para que ella pase, retirar la silla para que se siente, esperar a que comience a comer para hacerlo nosotros. Y por supuesto, el clásico de los eventos sociales: llevar la americana puesta durante el día sufriendo la canícula estival y dársela a ella por la noche cuando refresca sabiendo que nos quedaremos ateridos. Porque no solo no nos cuesta, sino que hacemos cada uno de esos gestos con secreto regocijo.

La jura de bandera o el salto de la reja de los almonteños para coger el paso de la Virgen del Rocío son otras muestras de ceremonias donde lo realmente encomiástico es la persona. Los símbolos que en principio podrían parecer el centro de la acción: la bandera, el paso; quedan relegados a un segundo plano pues lo laudable es la devoción e intencionalidad de la misma persona que participa en ellas. Y si no se lo creen, vean la rompida de la hora en Calanda y me dicen si son tañidos de tambores o plañidos de almas los que rasgan la negrura de la noche.

La ceremonia del sexo nos llevaría un artículo entero. De la procacidad y concupiscencia primero, al silencio sacro y la quietud de los cuerpos después. El decoro -en cualquier caso- para las reuniones en sociedad.

Pero para acto litúrgico como pocos el de la despedida en la estación. Los besos y abrazos primero, las palabras al oído después. Un último beso; no espera, uno más. El saludo a lo lejos camino al andén. La caras luctuosas, el mirar atrás; una vez, dos veces. El último adiós con un pie en la escalera del tren. Vale.