Durante las fiestas del Pilar, hace un puñado de años, pudimos disfrutar, en el teatro Fleta, del cabaret Tropicana De Santiago de Cuba.

Colaboré con ellos como técnico de iluminación y atendiéndoles en los traslados, sobre todo a tomar algo después de la función.

Casi todas las noches coincidíamos con los músicos de la Fiesta de la Cerveza, cuya producción artística correspondía a la misma empresa que me había contratado. Los casi dos metros de altura de Hans, bombardino de la banda tedesca, facilitaba que nos sirvieran antes que a los demás, mientras sonaba salsa en el pub la Isla. En el tumulto del bar, el camarero veía por encima de todos una cabeza rubia y unas manos, indicando el número de birras que queríamos.

A veces se arrancaba a bailar la pareja principal del ballet Tropicana y la gente se retiraba para permitir algo de espacio y ver de cerca a dos de los grandes bailarines de Cuba.

No había prisa en ir al hotel, así que cuando me presenté un día a las 10 de la mañana en el hall, ninguno de los artistas del cabaret me estaba esperando.

En poco rato, después de varios avisos a las habitaciones, conseguimos marchar, con la furgoneta llena de caras de sueño, a la Feria de Muestras, donde esperaban nuestra presencia en el estand de una conocida marca de licor.

Apenas llegamos, unas cuantas sillas sirvieron, casi, para volver a retomar el sueño.

No duró mucho el relax, pues enseguida el responsable de la megafonía se encargó de que la rumba cubana alegrase el aire del estand y alrededores.

En pocos segundos las sillas estaban vacías; toda la compañía estaba bailando. ¿Quiéen había dado la orden?

Fue entonces cuando recordé un poema de Malawi que acaba con estas palabras: “Estaré vivo mientras el aire me respire y la música me baile”.