Si bien he estado aprendiendo inglés desde que era un niño, lo que la lengua vernácula aporta es mucho más que una forma de comunicación de mensajes, pues el idioma propio añade una carga semántica capaz de modular y acendrar muchos detalles del mismo contenido a transmitir. De ahí que un español tenga mucho más en común con un argentino, un mexicano o un colombiano, que con la gente de ese país vecino que se encuentra a veinte kilómetros al norte de los Pirineos.

Por ello, cuando me preguntan cuál es mi patria, respondo siempre recordando lo que decía el granadino Francisco Ayala: mi patria está allá donde se habla español. Y así es, pues es en esos lugares donde siento que puedo expresar, no solo el contenido del mensaje, sino la carga emocional plena asociada al mismo. Y esto mismo coincide con lo que el filósofo austriaco Wittgenstein decía acerca de que la realidad a la que puede acceder el hombre, está limitada por las capacidades y limitaciones del lenguaje que conoce. Vamos, que tenemos la capacidad de crear o destruir el mundo que nos rodea a partir de las palabras que usamos para describirlo. No es poca cosa.

Y llegamos a crear palabras como encorujarse, que es un verbo reflexivo creado a partir de un sustantivo: la coruja, que no es sino otra forma de referirnos a la lechuza. Y esta lo que hace cuando llega al nido es plegar las alas y hacerse una con sus polluelos apretándolos contra ella. Y así encorujarse es hacerse un ovillo, como cuando un perro da dos vueltas sobre sí mismo y entonces se tumba sobre nuestros pies, o cuando un gato se hace una bola encima del radiador, o cuando ella se acerca en la cama y se entrelaza de forma que no queda un milímetro de espacio entre ambos cuerpos. Todo eso es encorujarse, y es importante, muy importante contar con una palabra que lo agrupe y le de sentido. Y ya de paso, que haga que recuperemos un poco la fe en el ser humano.

Ilustración realizada por Víctor Pastor.

Y así de vez en cuando descubro palabras que esconden un significado que no es necesario para vivir, pero que nos ayudan a entender la vida, y en última instancia, quiénes somos. Pues me hago consciente de que alguien supo fijarse en ello y crear una palabra para contener un significado que luego se usaría con fruición y constancia. Pienso en la persona que sentada en el acantilado alumbró adarce para referirse a esa capa de sal brillante que cubre las rocas que el mar baña; y en ese momento al alba en el que alguien silabeó rosicler para definir el color que torna el cielo cuando alborea colores rojos, azules y amarillos, sin ser ninguno de ellos pero siendo todos a la vez. Y también en quien tuvo la presteza de regalarnos coevos para referirnos a las cosas que tienen que pasar a un mismo tiempo, como cuando nace un primer hijo y trae de la mano la palabra «madre» que regala a esa mujer que -aún entre resuellos- lo contempla con los ojos encendidos.

Para los que el español es nuestra lengua vernácula pese a haber tenido una segunda lengua en la infancia hay una prueba definitiva que el escritor mexicano Carlos Fuentes propugna para conocer cuál es la médula de nuestros huesos: el verdadero idioma de una persona bilingüe es el idioma que se usa a la hora de insultar y a la hora de follar; y sí, digo follar y no hacer el amor, porque tal vez cuando se hace el amor se puede hablar en latín clásico, pero cuando se folla no. Y perdonen que descarte los eufemismos, pero es que las jaculatorias de tálamo y alcoba no entienden de corrección política.

Mucha gente que abraza el inglés como segunda lengua adolece de una dosis de estulticia creciente al intentar usar las interjecciones anglosajonas en una conversación en ese idioma, todo en pro de una supuesta muestra de facundia vocinglera, como si se tratara de algo que aporta, cuando en realidad no hay nada más artificioso y alejado de uno mismo. Y así terminan poniendo la voz forzada y subiendo dos tonos para entonar un falso «oh my God! really?». Claramente el problema de fondo viene de que no se oyen desde fuera.

Así que enhorabuena. Si está leyendo esto es que conoce uno de los idiomas más complicados y completos del mundo. Miel sobre hojuelas. Pero hablar español exige una responsabilidad de la que poca gente es consciente. La responsabilidad de estar a la altura de una lengua que permite recrear el mundo a cada paso y recuperar los recuerdos como si fueran una realidad inmanente; dándonos la capacidad de revivir cada cosa que la memoria esconde. Y haciendo que la dispersa bruma se torne en una efigie límpida, y nos permita revivir algo que jamás pensamos que podríamos volver a hacer.