Porque llega abril y estamos salvados. Ha pasado el invierno que no es una estación sino un estado de ánimo. Y más en este país, porque España es un país luminoso pero no cálido. Inviernos fríos y grises, otoños húmedos henchidos de ocre, primaveras tibias con luz rutilante y un estío canicular que pronto reventará el día sobre nuestras espaldas.

Y así en abril cada recodo no asfaltado se abre a la vida, y nos parece imposible que haya crecido un trebolar recamado de flores en una sola semana en ese parque que nadie cuida. Porque la vida se abre camino, y en cada grieta del asfalto o entre dos tejas sale un retoño retador, enhiesto y desafiante que nos hace parar a mirarlo, y nos recuerda que la vida no pide permiso, y que un tallo similar seguirá saliendo, flamenco y juncal, cuando nosotros solo seamos polvo en el polvo. Polvo enamorado o no, eso poco importará entonces.

El aire se llena de unas vetas tibias que atraviesan la ciudad con un olor mezcla de almizcle y verdín, dando una sensación de extraña quietud; esa sensación de que tenemos delante el comienzo de toda posibilidad y que hace nacer un atisbo de alacridad en toda persona que no odie todo lo que la rodea. Y esa tensión en el aire queda velada por vibrátiles bailes de libélulas y melifluos zumbidos que surgen en todo nuestro redor en busca de cualquier tipo de flor rasgada en polen.

Ilustración de Víctor Pastor.

Y claro, es tiempo de prímulas en el camino y de oropéndolas en los árboles. Pero de prímulas que no oleremos y de oropéndolas que no oiremos; porque como decía JM Barrie: «Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre», y así es más fácil tener memoria para recordar la rosa cuando no está, que tener ojos para verla cuando la tenemos delante. Y uno se da cuenta de que observar con detenimiento es mucho más difícil que recordar, y recordar más difícil que juzgar, y juzgar mucho más que prejuzgar. Pues para lo bueno o lo malo ya nos hemos hecho un juicio y buscaremos cualquier cosa que esté a nuestra mano para hacer que se cumpla.

Juan Ramón Jiménez escribió una vez un breve poema que reza «No la toques ya más, que así es la rosa». Porque la realidad de la rosa es superior a la idea de ésta y a las representaciones que podamos hacer de ella. Cójala en la mano y mírela de cerca y verá cómo la realidad -por banal y sencilla que ésta parezca- es infinita, y todo lo demás burdos remedos, como intentar dibujar un círculo con escuadra y cartabón. Y así, la rosa se ríe de nosotros. De nuestras palabras al describirla, de nuestros cuadros al pintarla, de nuestras fotografías al retratarla, de nuestras películas al filmarla.

Nada más fuerte que esa realidad que exultante nos mira retadora, pero a la vez nada más etéreo y delicuescente. Pues solo lo que es real puede dejar de serlo, y tanto los pétalos perlados de rocío como las espinas afiladas e hirsutas que nos sangraron la mano, desaparecerán en pocas semanas ante la incredulidad de una esperanza que sigue soñando con algo parecido a la inmanencia.

Ya termino, y lo hago haciendo mías las palabras del escritor francés Jean Cocteau cuando le preguntaron qué salvaría de su casa si se estuviera quemando, y respondió: «El fuego. Lo que salvaría sería el fuego». Pues eso, salve el fuego porque quien salva el fuego tiene abril, y prímulas, y oropéndolas, cada mes del año.