De las infinitas formas que existen para diferenciar a las personas basándose en las experiencias vividas, hay una que de forma significativa pergeña amplias lindes en la relación que tienen con el mundo: los que de niño han tenido pueblo y los que no.

Y es que tener pueblo permite al bisoño acceder a un mundo cuya realidad es mucho menos almibarada y pacata que la de la ciudad. Es la ambivalencia entre la vida y la muerte. Y así el mismo niño que destroza a pedradas el nido de la golondrina, sacará adelante al polluelo caído, alimentándolo con pan untado en leche mientras siente con sorpresa cómo esa bola de plumón trémula y caliente late sobre la palma de su mano.

El núbil recibe las lecciones del mundo en sus propias carnes, y así descubrirá la forma y color de las ortigas después de que su piel se haya taraceado numerosas veces con exantemas y roséolas, y diferenciará el tomillo del espliego cuando las púas amoladas de éste le hayan escarificado brazos y piernas durante sus caminatas campo a través.

La postal de los pueblos españoles es casi siempre la misma: casas enjalbegadas para mitigar el calor del estío, un campanario engaviado en lo alto, caminos exornados por un manto de pequeñas piedras de muladar al paso de las ovejas, y ese pequeño regato casi siempre seco, sin peces pero con ranas, que tantas horas de entretenimiento dan a los impúberes.

En la noche, las viejas farolas pintan las calles de un amarillo macilento que forma parte ya del paisaje bucólico moderno; pero no será hasta el conticinio cuando el vientre ebúrneo de la lechuza resbale sobre los tejados de las casas camino al campanario, donde permanecerá horas enteras rasgando la noche queda con su silbo.

Ilustración de Víctor Pastor.

En el pueblo cualquier refacción es una fiesta, porque allí no se come, se embaula. Migas, rancho y raciones abundantes de longaniza, chorizo y queso sirven de pábulo en cualquier momento del día, siempre acompañadas por buenos tragos de lo viejo, servidos sin distinción en bota o porrón, zaque o colodra.

Y el tañido del esquilón de la iglesia que llama a misa, porque los pueblos son el último reducto de la fe en este país. «María, segundo toque ya» decía mi abuelo, siempre tan atento a no hacer tarde a ningún sitio; con esas lecciones de educación y decoro que tanto se estiman por esos lares y las cuales mucha gente de la ciudad ha cambiado por una fatua y enteca cultura, como si no fuera posible tener ambas.

Y las mujeres tomando la fresca en la calle preguntan a uno «¿y tú de quién eres?», queriendo conocer cuáles son mis raíces en ese pueblo o si solo soy un foráneo que está de visita. Porque claro, en los pueblos existen dos tipos de personas, los de allá y el resto.

Pero si algo me llevo de mis veranos de infancia en el pueblo es el disfrute de los mayores bailando el pasodoble, recordando cómo giraban agarrados por la plaza y sintiendo como después de cuarenta años juntos se necesitan y por eso se quieren, y a la vez se quieren y por eso se necesitan. Y eso es algo que nuestra generación ya no verá -y perdonen- en la puta vida.