El estremecimiento brutal causado a todos los niveles por la desmembración del Imperio Romano en el siglo V tuvo que tener una particular repercusión en el plano de lo idiomático. Solamente hay que pensar en el altísimo grado de diversificación morfológica que habría de sufrir la antigua lengua oficial -el latín- una vez las estructuras políticas tradicionales hubiesen caído desplomadas y se diese lugar a partir de entonces a un escenario inédito de múltiples realidades culturales.

Pero el surgimiento más o menos aislado de todas esas nuevas lenguas vulgares o “romances” -del latín “romanice”, que en época imperial aludía al latín usado por el pueblo-, no conllevó la automática desaparición de su común matriz. Muy al contrario, el latín siguió empleándose en ambientes selectos y se cultivó sobre todo en las esferas eclesiásticas, educativas y gubernativas, constituyéndose en definitiva como la manera culta y elegante -también excluyente- de expresarse cuando paralelamente las lenguas locales continuaban evolucionando en sus respectivos territorios. Habría que esperar hasta el siglo XIV para que, en el contexto del incipiente humanismo renacentista, algunos grandes poetas italianos quisieran ensalzar por vez primera la belleza de su lengua vulgar, en su opinión tan apta como el latín para expresar los más altos pensamientos e igualmente capaz de transmitir sentimientos y pasiones profundas.

En España fue preciso aguantar algo más a que el castellano alcanzase ese estatus de idoneidad lingüística. En esta ocasión, a la propia experiencia italiana que obviamente pudo tenerse como ejemplo a seguir, se le sumarían otros reseñables hechos muy específicos para el caso español, como fueron la unión dinástica y la progresiva uniformidad lingüística hispana en tiempos de los Reyes Católicos, o la conquista de ultramar en territorio americano, ya incontestable durante el reinado de Carlos I. No es casual, por tanto, que fuese por estas fechas cuando Hernán Pérez de Oliva eligiera el castellano (y no el latín) para escribir su Diálogo de la dignidad del hombre (1531), que debe tenerse por uno de los grandes hitos de nuestro Renacimiento literario; ni tampoco que Juan de Valdés hiciese lo propio en el Diálogo de la lengua (1535), un escrito excepcional donde uno de los interlocutores optimistas preguntaba a otro que no lo era tanto: “¿No tenéis por tan elegante y gentil la lengua castellana como la toscana?”.

El debate, pues, estaba servido, y es así que en nuestro país convivieron durante muchos años los intelectuales más dispuestos a elevar el castellano al puesto de privilegio detentado hasta entonces por el latín, y los que, viendo que la lengua vulgar no era más que una burda degradación de su antecesora, temieron que con la nueva moda se estuviese incurriendo en el mismo fenómeno que ya había tenido lugar durante los tiempos impíos de la Torre de Babel. No faltó de hecho quien, poniendo la vista en el sueño imposible de hallar la lengua más antigua de todas -la que fue hablada por el mismo Adán en los días de la creación del mundo-, se empeñara en rastrear las Sagradas Escrituras renglón a renglón para establecerla e imponerla. Estudiosos de este tipo, tan fantasiosos y quiméricos, hubo varios en el siglo XVI español. Sabemos que incluso llegó a preocupar el elevado número de lenguas modernas que ya podían localizarse en el conjunto de la humanidad, un total de 72 según cálculos más tardíos de Calderón de la Barca en un auto sacramental casualmente titulado La torre de Babilonia (1647): “Suenan en todos a un tiempo / distintos acentos hoy / hablando distintas lenguas / de idiomas setenta y dos”.

A pesar de todo, la tendencia que sobrevivió acabó dejando de lado esas ideas insostenibles sobre la lengua perfecta y asumió por tanto que era en la riqueza lingüística donde radicaba el secreto del conocimiento y de la comprensión global. Así se había establecido en las principales cortes europeas, donde tanto los reyes como sus consejeros, conscientes de que sus cancillerías eran plurinacionales, se esforzaron en el aprendizaje de lenguas extranjeras. Y así empezaron a demostrarlo también muchas obras literarias, capaces ahora de reflejar atmósferas cosmopolitas cargadas de matices idiomáticos como nunca hasta entonces.

De todas esas obras, la primera que se nos viene a la mente -también por la repercusión con que contó en su propia época, que daría pie a su vez a la impresión de traducciones de la misma en otras lenguas romances- es sin duda El Quijote. Eso es lo que se desprende del último libro de Aurora Egido, una compilación de artículos ya publicados con anterioridad reunidos bajo el título de El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019), en el que la autora llega a decir que “Frente al maleficio de Babel, Cervantes construyó a lo largo de todas sus obras una torre de palabras que afirmaba la variedad, dignidad y perfección de todas las lenguas”.

En el Quijote, por tanto, advertimos que se hace un uso paródico del latín, y que hay múltiples referencias a las jergas, a las lenguas de germanía, al lenguaje visual y al de los gestos. Hay a su vez alusiones indirectas a cuestiones francesas e inglesas (pues internacionalmente eran idiomas menos presentes en esta época); y de modo mucho más evidente, a la lengua árabe, a la cultura morisca (recuérdese el tema de la traducción de Cide Hamete Benengeli o la historia de Zoraida), y por supuesto, al italiano, que junto con el castellano aparece como la lengua romance más referenciada en la obra. La Segunda Parte del Quijote guarda muchas más conexiones con la lengua que la anterior (además de las nuevas referencias al latín y al árabe, pueden subrayarse ahora las menciones del idioma alemán y del catalán); y todavía más se advierten en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), novela póstuma del autor donde la pareja de enamorados que la protagoniza recorre Europa desde Escandinavia hasta Roma, ofreciendo al lector la posibilidad de acceder a confusiones idiomáticas y a choques culturales de la más diversa índole (con personajes procedentes de Polonia, de Dinamarca o de Portugal, entre otros países).

Según Aurora Egido, detrás de una concepción tan revolucionaria como la de Cervantes pudo haber estado uno de los tratados de Erasmo, De Lingua (1525, y traducido al castellano en 1533), ya que aquí el humanista holandés asumía el fenómeno de la pluralidad lingüística como un hecho irreversible que era mucho mejor aprobar que combatir. Una idea esta que Cervantes heredaría y aún desarrollaría a lo largo de sus intensas experiencias vitales por toda la Península Ibérica, Italia, África y por el Mediterráneo, llegando a advertir que cualquier forma de comunicación merece ser preservada y fomentada por la gente que la ha creado. No en vano, también por boca de Don Quijote sabemos que “todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar a las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos”.