El calor de las llamas le lamió la planta de los pies. Las tenía ya muy cerca. Era sofocante. Sentía al fuego traspasarle la piel desnuda, que cedía como papel de fumar. Le abrasaba por dentro. “¡Aaaaaaaaaaaaah!”. El terror. Inmovilizándole de pies y manos y, a la vez, impulsándole a saltar. El pretil de la terraza había caído al vacío. Los tabiques del piso, derruidos. La fachada, al precipitarse en un chaparrón de cascotes, había dejado al edificio en paños menores. Un esqueleto de ladrillo desarbolado, con todas sus vergüenzas domésticas al descubierto. Pronto llegarían las televisiones al lugar del suceso, y captarían la imagen de su cama matrimonial, expuesta de frente en aquel escaparate impúdico, a la vista de la audiencia. Sí. La cama. Quería refugiarse allí; ocultarse, como en día de lluvia, bajo la colcha… si es que esta no se había desintegrado con la explosión, al igual que su ropa. Su epidermis, en un desamparo nudista, atosigada bajo la impresión de las quemaduras. Esas que tomarían su cuerpo por asalto si las llamas volvían a alcanzarle. Si tan solo pudiese acantonarse en su cama… Con Meli. ¿Dónde estaba Meli? “Meli, Meli, Meli…”.

La deflagración había logrado lanzarla lejos del epicentro de su conciencia durante casi un par de minutos. Esos dos, solo dos, en los que se dirime el asuntillo de la supervivencia. Pero ahora… volvía a él. O, más bien, su ausencia. “Meli, Meli, Meli, ¿dónde estás?, ¿qué ha pasado contigo?”. Esparció la mirada en derredor. El vértigo. “¡Aaaaaaaaaaaaah!”. Seguía suspendido a cuatro metros sobre el nivel del suelo, aferrado a esa cornisa en voladizo hasta la que había reptado cuando todo estalló a su alrededor y se desvaneció bajo el fuego. Cuánto aguantaría. El abismo le abría allá abajo sus fauces de cocodrilo. Vacila, trastabilla, cae... y te engullo. Los vecinos comenzaban a arremolinarse en la calle, pertrechados con sus móviles, cronistas de la desgracia. Le llegaba un vocerío de gritos. Creyó entender que le conminaban a que bajo ningún concepto se soltara. Alguien sacó un colchón a la vía pública. Apenas un sello en el páramo inmenso de la acera. Como para hacer diana... Apartó la vista. Cerró los ojos. Se abandonó al chispazo de un escalofrío. Tragó saliva. Causaba espanto el espectáculo de sus piernas flotando en el aire como dos mondadientes funámbulos. Todo él se dolía. Las quemaduras le seguían quemando. Si tan solo tuviera alas… Entonces, resultaría tan sencillo ponerse a salvo.

Por eso necesitaba a Meli. Por las alas que le daba. Las que le dio nada más verla a bordo de aquel avión. Con esa dentadura que era pura ración de tapioca cada vez que se le rasgaba la boca. Con aquellos ojos amables como el as de picas. Y las piernas que se torneaban con la seguridad y elegancia de los postes de un baldaquino, a despecho de las turbulencias, sobre sus tacones de azafata. “¿Café o té, señor?”. Tus alas. Solo tus alas.

Cuando aterrizaron en suelo de destino, la esperó en la sala de llegadas, Terminal 4, únicamente para decírselo. Perdió el siguiente vuelo, que aquel donde la había conocido era de enlace. No le importó. Perdió un billete transoceánico. Perdió un viaje a Japón. La encontró a ella. Meli. Pero ahora, ¿dónde estaba? Ya no la encontraba por ningún lado. ¿Se habría quedado atrapada en el aseo, derribada en el fondo de la bañera, donde la había visto aquella mañana por última vez, tan desnuda como ahora él?

“Meli, Meli, Meli”. Quiso gritarlo. No le salía una pobre sílaba de la oquedad del gaznate. No podía moverse para buscarla. Se arriesgaba a tronchar definitivamente la cornisa. Si tan solo tuviera alas… Las que —repetía Meli— le habían crecido porque ella así lo deseaba. “Vuela, vuela, mi pajarillo. Hasta el sol si te place. Si te fallan, yo te sostengo”. Y lo cubría de besos, a la lumbre de las rendijas de la persiana. Luego, a la de una, a la de dos, a la de tres, la levantaban, como si izaran un puente levadizo, franqueando la entrada a todo trapo del carro de Faetón, el enemigo. La bola de fuego cósmico ardía en el cielo, y Meli la señalaba, hasta taparla con la yema de su dedo: “Hasta ahí llegan tus alas. Hasta el sol, pajarillo”.

Él tenía miedo de que Meli volara. De que pudiera escaparse. ¿Y si un día, ella sí, llegaba hasta el sol? Dudaba, en ese caso, ser capaz de alcanzarla. “No te vayas tan lejos, pequeña. No soportaría perderte”. Su mueca traviesa. Su sonrisa irónica, destellando tras la cortina de pelo que le velaba la cara. “¿Adónde voy a irme yo?”. “No sé, a cualquier parte. Tal vez... al sol”. “Bueno, no estaría mal, ¿no?”. “¿Acaso prefieres al sol antes que a mí?”. Una pausa para la reflexión. “Yo no podría vivir sin sol”. “¿Y sin mí?”. “Pues… bueno, supongo que sí”. No pudo resistirlo. Se desencuadernó de dolor. Para vengarse, le cruzó la cara de un bofetón. La mejilla se le quedó cárdena.

Meli desertó de los aviones. Una noche, él la esperó como aquella primera vez, en la sala de llegadas, Terminal 4, a su regreso de un vuelo de Hong Kong. Cuando terminó su abrazo de bienvenida, no se desasió de ella, no del todo. Le siguió apretando el antebrazo, bien agarrado, todo el paseíllo hasta la hilera de taxis. Un poco más tarde, al desvestirse en el recogimiento de la habitación, a la tenue luz de la lámpara, Meli descubrió la impronta de los dedos en su brazo. “Me los has dejado todos marcados, burro”. Él se los borró a lengüetazos.

En la siguiente ocasión, al ser testigo de cómo cruzaba las puertas automáticas del aeropuerto, a la vera de ese piloto que la había llevado por los aires a Madrid desde Seúl, y que en ese momento, delante de sus mismísimas narices, tenía la desfachatez de mezclar sus risas de tierra con las de ella, quien, encantada, se dejaba hacer, no tuvo más remedio que cuchichearle “zorra” en cuanto la tuvo junto a sí. Meli protestó. Acabaron montando un escándalo delante de todos aquellos surcoreanos recién llegados.

Ahora, ella se quedaba en casa. Era mejor así. Que se resguardara bajo sus alas, tan cálidas, tan recubiertas de suave plumón. ¿Cómo podía no verlo, con la misma claridad que él? ¿Quién querría abandonar ese nido? Por eso no entendía que, la noche anterior, Meli hubiera empezado a hacer la maleta. Tal vez, si la onda expansiva no la había aventado, siguiese allí, sobre la cama, abierta, a medio llenar, con sus vaqueros, sus medias, con el vestido rosa de muaré, a los ojos de los curiosos, en aquel edificio descascarado, cada vez más consumido por las lenguas de fuego, cada vez más próximas a él. “¡Aaaaaaaaaaaaah!”. Desesperación. Ya las tenía allí. Y a Meli, no. ¿Dónde estaba?

Probó a moverse, deslizarse a lo largo de la cornisa, pero creyó notar cómo la estructura se reblandecía bajo su peso, acribillada por una ráfaga de grietas. Crujían los materiales de construcción justo antes de rendirse. Tenía que salir de allí cuanto antes. Eso era más que comprensible. Pero Meli… ¿por qué? ¿Por qué tenía que irse? Eso no era comprensible en absoluto. Por eso, para evitarlo, hacía apenas media hora, mientras ella se daba una ducha antes de cerrar la maleta definitivamente y marcharse, él había entrado en la cocina, abierto el armario de la caldera, realizado una hendidura en la tubería del gas con una broca de seis milímetros, para dirigirse por último a la terraza. A esperar.

Ahora, la cornisa ya se desplomaba. Las llamas le cercaban por momentos. “¡Aaaaaaaaaaaaah!”. El calor, insufrible. Todo ardía. La única escapatoria consistía en echar a volar, hacia el sol, con las alas de Meli. Al agitarlas, las notó como la cera, pesadas, pegajosas, inútiles… Oh, calamidad. Se habían derretido.