Siempre que en una reunión sale el tema de dios, la gente intenta que rápidamente uno se ubique en una de las categorías acomodaticias que creen conocer: creyente, agnóstico o ateo. Y digo creen porque normalmente ignoran que agnóstico no se refiere a quien ni afirma ni niega a dios, sino a quien declara la incapacidad del ser humano para llegar a lo deífico, es decir, que el agnóstico se subyuga en un primer momento declarándose en un plano inferior sin ni siquiera entrar a valorarlo. Mala cosa.

Ortega decía que ser de izquierdas o de derechas es una de las infinitas formas de la estupidez humana -pues quien tiene ideología no tiene ideas propias, sino que le son otorgadas en bloque-, y de igual forma, tener una doctrina de fe otorga al individuo prebendas similares, esta vez para el tremedal del alma. Y así, creyentes y ateos practican -en puridad- actos de fe de existencia o negación de algo que ninguno de ellos sabe realmente a qué se refiere.

Ilustración de Víctor Pastor.

Y es que la clave del asunto radica en entender qué es el concepto dios. Wittgenstein incidía en que todo lo que somos capaces de expresar con el lenguaje forma parte del universo del individuo, y así, creamos a dios simplemente con nombrarlo. Porque dios existe en cuanto que la palabra dios existe; y como todo concepto abstracto, se erige como una crátera donde volcar con mayor o menor medida la subjetividad del individuo. Dios es creación humana al igual que otros conceptos abstractos como amor u odio. La mayor diferencia estriba en que los conceptos abstractos se extraen siempre a posteriori, es decir, que para conocer qué es el amor necesitamos observar primero actos de amor y entonces sacar una esencia que estará siempre sesgada por el mismo individuo y sus experiencias, mientras que a dios se le intenta dar una inmanencia ingénita anterior a cualquier tipo de acto, lo que se conoce como aseidad.

Baudelaire expuso que el mayor triunfo de dios había sido llegar a reinar sin haber tenido que existir siquiera, pues con que esté en la mente del hombre es suficiente. Y aquí llegamos a lo interesante del asunto. Si el hombre puede conocer qué es dios de alguna manera, lo anula inmediatamente, pues como decía Spinoza: «un entendimiento finito no puede comprender lo infinito», y así la mente solo puede entender aquello que es capaz de contener. Y si dios cabe ahí, lo estamos limitando, como querer meter el vasto mar en un dedal, y por tanto, haciendo de él algo humano, no divino.

Para el niño, la madre es dios, para el enfermo, el médico es dios, para muchos argentinos, Maradona es dios. Vamos, que el concepto de dios posee una motilidad cambiante similar a la de los estados de la persona en cada momento de su vida. «A un hombre puedes quitarle sus dioses, pero sólo para darle otros a cambio», decía Jung, incidiendo en que el hombre de la calle buscará indefectiblemente su propia ilécebra para poder asirse en los momentos de zozobra, y usarlo de efugio cuando quiera almibarar el desvelo por la incertidumbre venidera. En esta misma línea se pronuncia el viejo dicho «no hay ateos en las trincheras», atribuido al miliciano William J. Clear, que porta gran dosis de veracidad siempre que se tenga en cuenta la parte contraria, tampoco hay creyentes en las trincheras, pues aún no se conoce a un solo hombre que cuando oye endechas y ve pasar crespones, torne feliz recordando las sinecuras empíreas con las que le dijeron sería premiado en el momento de pasar al otro lado del espejo.

Otra cosa importante a aclarar es que no es lo mismo ser creyente que tener fe. Lo primero necesita de la preposición en pues se cree en algo, mientras que el segundo se complementa por sí mismo de mil maneras sin necesidad de dependencia con ninguna celsitud, como cuando encontramos la magnanimidad del hombre de buena fe que concibe el futuro como 'azar positivado'. Y eso poco a poco nos conduce al quid de la cuestión, donde la postura más noble con el concepto mismo de dios sería que la persona jamás tuviera que definirse en torno a él, ni dios apareciera de ninguna manera bajo el espectro limitador del hombre, pues éste siempre termina por hacerlo tan pequeño y miserable como él mismo.

Pero no olvidemos que la pregunta clave en toda esta tremolina -a diferencia de lo que se piensa- no es si el hombre cree en dios, sino si realmente dios cree en dios. En esas estamos.