Tu opinión no importa nada, ni la suya, ni la de ellos. No, tampoco la mía. «Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos» decía Cervantes, y así las palabras son livianas y vuelan como hebras de diente de león mientras que los actos se erigen como sólido robledal y fundamentan lo que en realidad somos.

Por tanto, hay que entender que los desvelos causados por las opiniones ajenas, dependen más de las mismas personas que los sufren, que de quienes los profieren, pues aquéllas se sienten zaheridas muchas veces por el más mínimo desdoro, como si las palabras fueran venablos que lanzados desde una tronera laceraran sus mismas entrañas. No viene mal recordar que a diferencia del cuchillo, que amolado cercena la carne, las palabras tienen el filo que nosotros queramos darles, y así, seremos capaces de volverlas romas y mochas en el momento en que -como decía Cicerón entendamos que la conciencia que tenemos de nosotros mismos importa más que la opinión de todo el resto de los coetáneos juntos.

Pero este es un tema que no es nada nuevo, ya Cervantes nos sorprendía en su obra magna con una ínclita diatriba sobre la opinión de quienes intentaban deslustrar sin saber de que hablaban: «no os enfadéis por los comentarios y opiniones de curas y niños pues ambos hablan sin la autoridad de la experiencia y no tienen potestad alguna puesto que solo hablan de oídas y sin saber, por lo que pueden vituperar pero no dañar». Amén. Y así vamos siendo conscientes de que en todas las épocas incluso los más excelsos autores tuvieron que sufrir los baldones y oprobios de cobardes áspides y helmintos, que desde la seguridad del púlpito -ahora de la red- lanzaban sus imprecaciones a todo el que quisiera andar con la cabeza erguida.

Los medios tampoco suelen ayudar en este tema, pues muchas veces difunden meros murmullos, alzando como voz general, la de unos pocos particulares. Y así hacen confundir la opinión publicada con la opinión pública, y vemos a menudo supuestas exaltaciones de la masa en quorum, que en realidad no lo son, como si se intentara hacer que el efecto viniera antes de la causa, y por supuesto, forzar una situación de alarma o rencor exacerbado que en realidad no existe.

Luego está el intelectual, que suple la falta de coraje con ideología política y actualidad, siempre de aquí para allá, con la única intención de estar en el candelero a toda costa, con más caras que cuartos tiene un hotel de putas. Y no, claro que no me convencen, «boca sin manos no eres de fiar», reza el 'Cantar de Mio Cid'. Pero en ocasiones uno ve que tristemente la gente no quiere realidades sino certezas, aunque éstas sean falsas. Porque construir una verdad es mucho más fácil que observar la complejidad de la realidad y dar una idea fidedigna de ésta. Aunque sin duda, lo realmente difícil es actuar según se piensa, para que las cosas no se queden solo en opiniones formadas por palabras hueras, que dan forma pero no fondo.

Ilustración Víctor Pastor.

Ya nos anticipó Heidegger que el individuo no es consciente de que la mayor parte del tiempo no habla, sino que es hablado, que no piensa, sino que es pensado. Que se dedica a repetir el credo que oye en la radio, lee en la prensa y ve en la televisión, con résped y aviesa intención las más de las veces, y lo que es peor, sin pensarlo ni hacerlo suyo, pues si lo hiciera necesitaría días y días de maduración, y claro, no está dispuesto. Y al final ya se sabe, uva agraz, pensamientos hebenes. Y es ese mismo hombre masa -como lo llamaba Ortega- quien aúna infinitos deseos de notoriedad frente a los demás, a la par que rezuma una radical ingratitud e inquina a todo lo que le rodea, especialmente a sus conterráneos más cercanos.

Y vemos que quien se encuentra embarcado en una particular singladura no perderá el tiempo en discusiones con quien no lo merece, pero la gente que vive de opinar y de ser opinada, se encuentra vacía de destino y de poder aportar realmente a los demás y en última instancia a ellos mismos. Así que téngalo claro a cada momento: la opinión no vale nada, el pensamiento algo, pero la acción, la acción amigo mío, lo vale todo.