Hace unos días, vi la nueva versión cinematográfica de ‘Mujercitas’, firmada por Greta Gerwig. Fui con mi hermana, como requería el sentido de la oportunidad tratándose de ese título. Y es que, todo el mundo anda entonándole loas y ditirambos a Disney por haber puesto en primer plano de pantalla la saga ‘Frozen’; según parece, una modernez de aquí te espero con su repudio del amor romántico (trasnochado y sospechoso de originar catástrofes), y su apología, por contra, del fraterno. Pero esa bandera que se nos antoja tan revolucionaria, la enarboló la buena de Louisa May Alcott hace más de siglo y medio.

No en vano, la piedra fundacional de la sororidad -esa que lo es con todas las de la ley y de la genética-, la encarnan las hermanas March. Cierto que en la bancada griega ya se puede rastrear en el siglo V a. C. a una hermanísima que se desvivió (literalmente) por enterrar al broncas de su hermano. Sin embargo, este sacrificio que la abnegada Antígona entroniza como tema narrativo universal difiere del que plantean Meg, Jo, Beth y Amy. Aquí, la relación entre las cuatro se lleva todo el protagonismo, en su cotidiano tapiz de carcajadas, rencillas, juegos, envidias, bromas, llantos, emulación, rivalidad, crecimiento, complicidad, distancia, afecto. Caminos que nacen del mismo punto para luego ir a morir cada uno por su cuenta, mientras, en el ínterin, se vive, con alegrías y penas.

Y, si bien lo íntimo y pequeño siempre se ha confinado en los aposentos de la lírica, no resulta menos épico que un solemne drama de Sófocles el resoluto ademán de Jo cuando se desembaraza del gorro y, ante su perpleja familia, proclama: “He vendido mis cabellos”. Cuanto de valioso posee, su “único encanto”, como se apresurará a puntualizar Amy con hiriente desparpajo. Una hermosa melena rizada que costeará el viaje de la madre para auxiliar al padre herido en combate, ocurrencia que los circunstantes celebrarán con agradecimiento, ternura, aliento (“te sienta muy bien”, la consolará Meg), y las risas de la propia artífice, quien, sin embargo, esa misma noche, llorará sobre el hombro de Beth por añoranza de su pelo largo.

Un episodio que condensa todo el carisma y humanidad de cuatro personajes inolvidables, cada una a su manera. Tal vez, en el certero dibujo de esas personalidades, que no por compartir sangre dejan de ser más diversas, radica el imán que ha hecho a generaciones de lectores asomarse con pertinacia al retrato de esas mujercitas, seguros de encontrar el suyo propio, adquiriendo contorno y consistencia en el espejo.

Sin ir más lejos, yo pasé por varias fases en ese proceso de identificación. Cuando me abismé por primera vez en esta historia, quizás por el marco cultural con resabios de patriarcado asumido en el que todavía nos movíamos las niñas de los 90, me determiné a equipararme con Meg, la primogénita. Hacendosa, bella, dulce, garante de la corrección, los modales sin mácula, vestal custodia del fuego del hogar. Una promesa de matrona cuya gran subversión se cifraba en casarse por amor con un hombre pobre; una fidelidad para con sus sentimientos que boicoteaba sus frívolas pretensiones de trabar una boda provechosa y disfrutar de una vida desahogada como no la había conocido en la niñez.

Mas enseguida constaté que, pese a mi empeñada voluntad, no me asemejaba a Meg más que en el blanco del ojo. Incluso -oh, sacrilegio- me aburría. Intenté probar suerte entonces con Amy. Sin duda, resultaba más divertida. Sofisticada, coqueta, vivaracha, mundana, con su dosis de malicia y picardía, capaz de concitar a cuantos pretendientes se propusiera, y de desplegar una inquietud artística. Porque Amy intentaba afinarse la nariz con una pinza, pero, además, pintaba.

No obstante, en ella tampoco acabé de verme reflejada, lo que me produjo cierta desazón, ya que, de entrada, descarté la opción de Beth: jamás me formé el propósito de mostrarme tan buena, paciente, comprensiva, generosa y entregada al prójimo, ni el de quedar seriamente estragada por la escarlatina durante mi adolescencia, todo sea dicho de paso.

Así pues, solo restaba Jo, a la que, extrañamente, siempre había obviado. Por deslenguada, brusca, testaruda, descuidada. Poco femenina. Por su mal genio. ¡Si hasta rechazaba a su amigo del alma porque ella no deseaba casarse! Desde luego, no merecía ni que tan siquiera la considerase. Lo que demuestra cuán a oscuras podemos llegar a estar cuando de nosotros mismos se trata. En ningún momento contemplé transformarme en Jo, y, sin embargo, Jo era escritora. La que andaba por el mundo con los dedos manchados de tinta. La que montaba obras de teatro con sus hermanas. La que se marchó a Nueva York cuando le tocó madurar. La que no se callaba a la hora de reclamar idénticos derechos que los de los hombres. La que acudía al baile con el vestido quemado. Aunque tarde, vine a darme cuenta de que, de mayor, no quería ser más que Jo. Y así le habrá sucedido a tantos otros.

En ello reside el gran mérito de esta novela: en que, a través de sus páginas, un buen día te descubres en una de las hermanas March, o en una mezcla de las cuatro, o en ninguna, o en su gruñona tía rica, o ¿por qué no? en Laurie, el vecino.

Y para entonces, para cuando lo averiguas, las mujercitas ya han logrado con creces su cometido: que mandes a esparragar al cursi diminutivo, y te conviertas, nada más y nada menos, que en una mujer.