En las pinturas de Edward Hopper es muy común ver representadas a personas solitarias y de aspecto sosegado. En principio diríamos que no hay nada en sus acciones que pueda llamarnos la atención; simplemente son individuos estáticos en habitaciones vacías y ordenadas donde es casi seguro que nada remarcable llegará a ocurrir. De pie en el medio de un despacho o de un dormitorio, sentados al borde de la cama, o tal vez tomando algo en la barra de una cafetería, esos hombres y mujeres tranquilos parecen querer vivir al ralentí -sin hacer ruido- cuando todos los demás seguramente están ya durmiendo.

Pero la tranquilidad en las pinturas de Hopper no aburre, ni cansa; al contrario. Lo que convierte a estas pacíficas escenas en algo provocador, o incluso escandaloso, tiene que ver precisamente con el rol que nosotros mismos desempeñamos como espectadores al vigilar sin reservas a personas apacibles en su intimidad y ajenas a cualquier presencia extraña. Así pues, mientras estos atractivos maniquíes continúan absortos y protegidos en sus espacios, nosotros les continuamos observando con gran interés y ansiedad, como si de ese modo fuéramos a tener alguna posibilidad de averiguar algo fundamental de sus vidas privadas.

Con todo, debemos tener en cuenta que la adicción que experimentamos entonces al ponernos delante de estos cuadros es a decir verdad un sentimiento que muy posiblemente tuvo fecha de origen. Quienes se han encargado de investigar la evolución de los espacios domésticos que habitamos a lo largo de la historia, por lo general han coincidido al determinar que eso que llamamos “intimidad” y que para nosotros es tan básico, no siempre existió. Hacia finales de la Edad Media, la mayoría de las casas ocupadas por la gente trabajadora de las ciudades constaban exclusivamente de una habitación (con mucha suerte, de dos), y en aquella extensión circunscrita a las cuatro paredes, todos los miembros de la familia habían de realizar cualquier actividad, social o biológica, que pueda imaginarse. Si había animales, estos también vivían allí. Y en cuanto a los criados o aprendices que en aquel lugar pudiesen estar formándose, para ellos tampoco existían excepciones. Todos se conocían hasta el más mínimo detalle, en cuerpo y alma. No había secretos de ninguna clase, ni engaños posibles. Por decirlo de modo sencillo: lo que hoy consideramos que hubiera tenido que ser privado, entonces todavía era público.

“Cada hogar es un mundo secreto y privado. La gente hace muchas cosas en privado que no podría explicar en público”.

Esta frase fue pronunciada por el actor Wendell Corey en 'La ventana indiscreta' (1954) de Hitchcock. Aquí, encarnando a un detective neoyorkino, reprochaba a su amigo convaleciente en una silla de ruedas (James Stewart) que esa obsesión suya de vigilar a los vecinos a través del teleobjetivo de su cámara le estaba haciendo sufrir delirios (en este caso, el creer que su vecino de enfrente había asesinado y descuartizado a su mujer). Indudablemente, la irritación del detective no carecía de fundamento, claro; pero de nuevo, esa tentación irresistible de contemplar con las luces apagadas a quienes a pocos metros actuaban como si estuviesen a solas, no podía dejarse pasar sin más. Al fin y al cabo, el personaje interpretado por Stewart se había dado cuenta fisgoneando desde su ventana que cada persona cuenta al menos con dos vidas distintas: la que muestra a los demás cuando sale a la calle y va a trabajar, y la que se guarda para sí mismo y que no quiere que nadie conozca.