Antiguamente, cuando a los europeos todavía les quedaban por descubrir inmensas regiones de la geografía de nuestro planeta, se extendió la creencia de que en el polo norte (por entonces, solo imaginado) había una montaña colosal de roca imantada capaz de atraer las agujas de las brújulas de todos los marinos del mundo. Hacia mediados del siglo XVI, y dado el interés que había por esta cuestión, el cartógrafo Gerardus Mercator se apresuró por fin a elaborar el primer plano detallado de la zona; un croquis que a la fuerza acabaría resultando inexacto por la sencilla razón de que nadie había visto aún con sus propios ojos aquel lejano territorio. En ese dibujo se apreciaba efectivamente, justo en el centro de la composición, la citada cumbre -Rupes nigra et altissima-, una especie de punto de fuga oscuro en torno al cual tan solo había una inmensidad de agua bien pintada de color azul. Por ello, y tal y como se observaba, la montaña era en realidad una especie de isla; y como lo que rodeaba a esa isla no era otra cosa que un espacio marítimo diseminado de placas de hielo bien perfiladas, cualquiera hubiera podido asegurar entonces que aquel misterioso foco magnético esperaba, calmo e inofensivo, a ser transitado por algún valiente.

Es así, por tanto, que los primeros voluntarios no tardaron en aparecer. Con la vista fija en el tentador extremo oriental de Asia -de donde procedían las preciadas especias y los más exóticos productos de lujo-, algunos países aspirantes a convertirse en potencias comerciales soñaron con localizar un paso que les condujese a estos recónditos parajes en unos momentos en los que españoles y portugueses bloqueaban con sus respectivos imperios las rutas del sur. De ese modo, llegar a China y a la India navegando por el norte del continente americano (en el caso de que se escogiese la ruta del oeste) o por el norte del continente asiático (hacia el este) resultó factible siempre y cuando los rumores afianzados por el plano de Mercator mantuviesen en el tiempo su fiabilidad. Y en fin, lo cierto es que muy pronto se comprobó que el tránsito marítimo por el Ártico era cualquier cosa menos pacífico. El explorador holandés Willem Barents, sin ir más lejos, buscó infructuosamente la manera de culminar estos trayectos a partir de 1596, y en sus intentos se expuso a asombrosos peligros, teniendo que luchar contra un oso polar en la cubierta de su barco, o sobreviviendo por meses en un extraño paraje siberiano tras quedar bloqueado por planchas de hielo robustas como muros.

Aunque en las siguientes décadas se fueron realizando descubrimientos importantes y poco a poco nuevos rincones del polo norte se recorrieron y cartografiaron convenientemente, al final la ruta asiática a través del Ártico continuó sin ser culminada por mucho tiempo. Fue afianzándose la idea de que los “pasos” del noroeste y del nordeste no existían de ningún modo, y que adentrarse por aquellos traicioneros corredores de hielo era como firmar de manera voluntaria la sentencia de muerte.

El hecho más traumático antes de que la famosa ruta fuese definitivamente cruzada por el noruego Roald Amundsen a principios del siglo XX tuvo lugar un poco antes, en 1845. En aquel año, los dos barcos en los que viajaba la expedición inglesa de John Franklin quedaron literalmente atrapados en el hielo sin que sus navegantes pudieran hacer nada en absoluto por su supervivencia. La tragedia, que motivó numerosos intentos inconclusos de rescate, se acabó convirtiendo en una excusa más para atemorizar a los jóvenes marineros (quienes ahora narraban también los episodios de canibalismo a los que la tripulación seguramente acabó recurriendo). Lo curioso del caso, a pesar de todo, es que no haya sido hasta fechas recientes cuando esta historia haya alcanzado su punto y final con el hallazgo de los dos barcos de Franklin: el HMS Erebus (en 2014), y el HMS Terror (2016), que de todas formas ya no se encontraban sepultados en el duro hielo, sino sumergidos en las profundidades del mar.

En los últimos años han proliferado estudios científicos que parecen demostrar que el calentamiento global está afectando muy seriamente al polo norte, cuya superficie helada disminuye a pasos acelerados. La posibilidad de que pecios centenarios sean hoy rescatados con submarinos teledirigidos es solamente uno de los síntomas de este proceso. Al fin y al cabo, por primera vez en la historia puede decirse que las aguas del polo norte están empezando a ser realmente navegables, y salvo algunos gestos anecdóticos de individuos que en señal de protesta se proponen cruzar el paso del Noroeste en kayak, o de ingeniar mecanismos para restituir los bloques perdidos de hielo al océano, lo que predomina ante todo en los países colindantes con el mundo polar es una política marcadamente ambigua. El reciente hallazgo de relevantes reservas de petróleo, gas y diamantes en los fondos árticos, así como la posibilidad de empezar a diseñar rutas comerciales alternativas mucho más eficaces que las que transcurren por los canales de Suez y Panamá, plantean nuevas realidades en el tablero geopolítico contemporáneo que de ningún modo pasarán inadvertidas en un futuro cercano. Mientras Canadá se esfuerza por reivindicar la posesión de todos sus canales helados, Rusia se apresura a sacar rendimiento de sus yacimientos descubiertos en los archipiélagos al norte de Siberia, donde las nuevas terminales construidas conllevan asimismo el levantamiento de ciudades enteras.

La fotografía de aquel oso polar famélico y con las patas cubiertas de barro que recorría desorientado las avenidas de una ciudad industrial ante la perplejidad de su población, dio hace unos meses la vuelta al mundo. Es quizás esta la imagen más representativa que podamos encontrar sobre el impacto que están causando las modificaciones recientes en ecosistemas tan particulares como el que tratamos, en los que los osos polares tienden a marcharse muy al sur para pisar tierra firme, y a variar significativamente su dieta para lograr alimentarse (ante la ausencia de focas, ahora están empezando a comer pájaros). Y precisamente como ocurrió en la expedición de Barents de 1596, también a principios de 2020 la tripulación de un barco mató a un oso polar cuando fondeaba las costas de una inhóspita isla, con la notable diferencia de que en este último caso la nave viajaba con fines turísticos. De hecho, es este, el turístico, uno de los nuevos nichos de mercado que de repente ofrece la inmensa región polar y que presumiblemente no se dejará de explotar así por así: la posibilidad de atravesar en un barco de lujo la totalidad del paso del Noroeste y de disfrutar -bajo medidas de seguridad controladas- de los paisajes de hielo y de los animales salvajes que todavía puedan quedar en pie.