La vida es una sucesión de pérdidas. Una tras otra, sin pausa, a lo largo de toda la vida. Algunas de estas pérdidas son sutiles. Es decir, no te das cuenta de lo que has perdido hasta un tiempo después. Hablo de cosas como perder agilidad, fuerza, o hasta cantidad de cabello. Algunos pierden kilos, y otros, mientras los ganan, pierden la imagen de su propio cuerpo. Pérdidas. Una tras otra. Otras son más explícitas, pero no las vives cómo irreversibles. Pierdes amigos (aunque ganas otros...) , te cambias de casa, o de trabajo. Perdemos cosas y perdemos personas. Constantemente. Y perdemos también a los animales que nos acompañan. (Reconozco que tengo un problema aquí: me ofende el uso de la palabra Mascota. Me ofende el ser dueño de nadie. La dueña de qué. )

Durante los casi veinte años que llevo ejerciendo como psicoterapeuta, me he encontrado con muchos duelos. Diría - si es que se puede simplificar de esta forma- que he conocido duelos de todos los tamaños, formas y colores. Duelos difíciles. Duelos serenos. Duelos abruptos. Duelos trascendentes.

Y durante todos estos años he aprendido que la “calidad” del duelo (ese tamaño, esa forma, ese color...) no tiene tanto que ver con el rol de la persona que se ha ido, como con la calidad de la relación que se tenía con la persona que se fue. Puede parecer una perogrullada, pero créanme, no es tan fácil. Personas que se avergüenzan por no “sentir más” ante la muerte de un familiar directo, y personas que se avergüenzan por “sentir tanto” ante la pérdida de alguien a quien apenas conocían... o incluso de su animal de compañía.

Y escribo esto porque aquí estoy yo. Este es el suelo que piso en este preciso instante de mi vida. Un suelo que parece un sueño (siempre me ha fascinado lo cerca que están las palabras sueño y suelo en el teclado, a una sola tecla de distancia ). Mi compañera canina, Nala, mi “perrita” (es una forma de honrar su gran tamaño y sus casi 35 kg de peso....) se fue hace unos días, en ese día infinito (para mí lo fue, pero también lo es la suma de sus números...) que fue el dos del dos del veinte veinte. Era un momento que de algún modo esperábamos a sus casi 14 años, pero aun así, fue inesperado y de repente.

Con ella no solo se va mi cómplice, la guardiana de mis mayores secretos, mi amiga (si, la consideraba así, por muy extraño que pueda resonar...). Con ella se va toda una época de mi vida. La más trascendente de todas las vividas hasta ahora. Esa que va desde el principio de los treinta hasta casi la mitad de los cuarenta. Con ella llegué al altar el día de mi boda. Recibió a mi hijo en casa, aquel bebé lleno de nuevos olores con expectación y algo de arrogancia. Me acompañó en cientos y cientos de noches de lactancia. Imposible recordar la de libros que he leído con ella en mi regazo. Con ella he dormido las últimas casi cinco mil noches. Con ella aprendí a cuidar incondicionalmente. Con ella dimití de la soledad, y me agregué a la eterna compañía. Con ella descubrí la puerta a una sensibilidad yo diría que metafísica. Y ahora tengo que aprender a vivir con ello. O mejor dicho, sin ella y con todo esto. Y hablo de mí, por mí, y por mi hijo, que a sus siete años trata de integrar todo lo anterior.

Todo esto que escribo, que comparto a corazón abierto, es un duelo abierto. Un reaprender a configurar los días. Los presentes y los futuros. Hacerte a la idea de que “te falta algo” , de que “has olvidado algo”. Reintegrar las partes escindidas. Hacer un nuevo puzzle con las mismas piezas. Sonreír por lo vivido, lo entregado y lo compartido, y permitirte las lágrimas por lo que ya no será.

En ocasiones, será más fácil. En otras más difícil. Y es que, repito, el color del duelo es en relación a la calidad de la relación que hemos perdido. A mejor relación, mayor sentimiento de pérdida al principio, y más serenidad día a día. A peor relación, el transcurrir es inverso.

Por eso, el duelo por la pérdida de un animal de compañía, de nuestro perro, nuestro gato, o incluso un hurón, te desubica al principio, pero únicamente para convertirte en alguien más sereno después.

Para mi, tan amante de los símbolos y todo lo referente a la simbología, todo esto cobra un sentido ahora. La palabra símbolo proviene del griego 'symballein', que significa unir. Juntar. Lanzar, relanzar, y volver a unir. El símbolo es la señal de reconocimiento o de reunión. Es el momento del encuentro. En su origen, el símbolo se refería a ese objeto que se parte en dos, y del que dos personas guardan cada una una parte, que podían transmitir a quien quisieran. Estas dos mitades, al reunirse de nuevo, servía para que quienes las poseían se reconocieran, demostrando que una relación había existido previamente.

Ella se ha ido con la mitad de algo que un día me perteneció. Y yo me he quedado con la otra mitad. Ambas, dos partes de lo mismo. Continuaremos el camino de la vida, expectantes de dónde, cuando y de qué forma, nos reencontraremos.

Te adoro, Nalis.