La manera más lógica de explicarse que una fiesta de origen pagano como la del Carnaval sobreviviese con tanta fuerza en los siglos duros del cristianismo tiene mucho que ver con el carácter evasivo que la propia celebración siempre tuvo. No debemos dudar de que durante el breve tránsito de estas jornadas de desenfreno las personas solían encontrar un consuelo momentáneo ante las dificultades rutinarias que les aquejaban; era entonces cuando temporalmente los roles sociales podían invertirse al fin, y cuando aquel que por sistema había sido silenciado y apartado en los rincones de la marginalidad, alzaba con pleno derecho su voz y disfrutaba quizás de una vida que en el mundo de todos los días no le correspondía. En ese lapsus extravagante y de potencial ilegalidad el ciudadano de a pie experimentaba lo prohibido, sacaba a relucir su faceta salvaje, primitiva. Incluso llegaba a deleitarse en el desempeño de una libertad inusitada. Y todo para que instantes después, con la llegada de la Cuaresma, la feliz realidad se esfumase como si nada -en un suspiro-, y no quedase de ello más que el recuerdo de lo vivido.

Los problemas derivados de tal planteamiento festivo no dejaron de producirse a veces, claro. Uno de los conflictos más recordados al respecto es el recogido por Emmanuel Le Roy Ladurie en su obra El Carnaval de Romans (1979), que nos transporta al año 1580, a una localidad del sur de Francia donde uno de sus principales líderes artesanos, disfrazado de oso y aprovechando la mutación de los papeles que le otorgaba la celebración, desafió las convenciones sociales al subirse al estrado privilegiado durante una reunión del consejo de la ciudad. Los campesinos que a partir de ahí recorrieron armados con mayales las calles del lugar y que entonaron improvisadas canciones de rebeldía, dejaron aflorar su rabia contra los poderosos y los ricos de la misma forma que el vapor de una olla a presión es expulsado a través de una minúscula válvula cuando ya no soporta permanecer por más tiempo en su recipiente. De ese modo, podría entenderse que la fiesta, al menos en esta ocasión, traspasó los límites virtuales de lo fantástico y se transformó en una lucha auténtica que los desfavorecidos libraron para escapar de la opresión que sentían.

No era raro que cosas así ocurriesen de vez en cuando. Al fin y al cabo, Europa entera bullía con la presencia de gentes pobres y desesperadas que, si bien se mostraban por lo general respetuosas con los órdenes desiguales que la providencia había establecido, también podían agitarse y hacerse notar en un momento dado cuando la paciencia llegaba a su fin. Desde finales del siglo XV, en muchos lugares se empezó a ver como algo normal que verdaderos ejércitos de gitanos errantes se instalasen con sus campamentos a la sombra de los bosques circundantes de las villas; y por aquella misma época, ciudades tan populosas como Amsterdam ya tuvieron que establecer planes para amortiguar la incesante llegada de refugiados judíos provenientes de países que progresivamente se iban haciendo más y más intolerantes. En Venecia eran conocidos los furfanti (truhanes) y los gaglioti (galeotes), que habían hecho de los pórticos de San Marcos su hogar; y en Nápoles, cuando los cuartos de alquiler rebosaban, las muchedumbres de mendigos llegaban a invadir las casas en ruinas y hasta las cuevas naturales situadas extramuros. “Se fue por el hambre y no se le volvió a ver”, confesó una prostituta ante las autoridades de Módena cuando fue preguntada por el paradero de su marido. Y tiempo después, hacia finales de la época del Barroco, un cura de Athis observó la existencia de hombres que, “cansados del esfuerzo de mantener una familia con un salario que apenas bastaba para una persona, recogen en un hatillo la poca ropa que aún poseen y se van sin que sus familias vuelvan a verlos”.

Que la pobreza es un mal atemporal capaz de trascender a todas las épocas, eso es algo que cualquiera podría comprobar fácilmente a día de hoy con solo salir a la calle. Episodios tan sobrecogedores como el que tuvo lugar en el asentamiento neoyorkino de mendigos conocido como Hooverville durante la Gran Depresión -cuando cientos de indigentes colonizaron Central Park para levantar allí sus barriadas de chabolas-, nos recuerdan poderosamente a las avalanchas de pobres de la Edad Moderna, y no hay nada que nos impida creer que algo parecido podría volver a ocurrir en cualquier otro momento. De hecho, hace ya medio siglo que los polémicos estudios de Oscar Lewis quisieron arrojar una mirada antropológica sobre lo que este especialista llamó “cultura de la pobreza”, que no era más que el intento por comprender los comportamientos típicos de los desheredados de todo el mundo y las circunstancias que los precipitaban al abismo. Algunas familias rotas en la megalópolis de Ciudad de México fueron objeto de sus análisis a lo largo de la década de los 60; y de entre ellas, el ejemplo de los Gutiérrez, formado por un matrimonio sin sustento económico que traía por ambas partes varios hijos de relaciones pasadas, posiblemente sea de los más representativos. El bloque en el que vivieron, sito en el número 33 de la calle de los Panaderos, era en sí mismo un microcosmos de desorden y suciedad.

“Bajo la sombra, apiñados en confusión, toda clase de inmundicias: láminas, fleje, rollos de alambre, clavos, herramientas y mil cosas más. Colgando de las paredes o en tablas descolgaban de las puertas jaulas con pájaros; un inquilino tenía pichones; otro, pollos; y casi todos, un perro o un gato. Amaban a los animales y los necesitaban como protección contra ratas y ladrones”

Curiosamente, en esta misma ciudad se fijó Luis Buñuel cuando rodó durante su etapa mexicana una de sus grandes obras maestras, Los olvidados (1950), centrada en este caso en la despiadada vida de los niños sin hogar que han de sobrevivir en el medio del caos urbano. Aquí, uno de sus jovencísimos protagonistas es repudiado por su propia madre y llega a verse arrastrado a una vida frágil y aventurada desenvuelta entre escombreras. En un momento concreto de la trama, habiendo sido el niño recluido al fin en un reformatorio infantil, su frustración toca techo de forma súbita y acto seguido acaba arrojándonos un huevo a nosotros, que hasta ahora veíamos tranquilos la película (el huevo estalla en el objetivo de la cámara). Al asistir a la triste escena, la reacción del director de la institución, con todo, no es castigar al chico por su arrebato, ni aislarle de los otros compañeros; muy al contrario, el hombre se lamenta por lo que está viendo y en voz baja le dice a uno de sus trabajadores: “Si en lugar de a estos pudiésemos encerrar para siempre a la miseria…”.

En las últimas semanas, la visita a España del relator especial de la ONU, Philip Alston, ha hecho posible que muchas de esas personas anónimas que por su pobreza comúnmente incomodan a la vista de la gente corriente, vuelvan a expresarse y a cobrar visibilidad en los medios. Y los datos que se desprenden del estudio, por reveladores, deben hacernos reflexionar un poco. Si en nuestro país uno de cada cinco ciudadanos está en riesgo de pobreza, si hay 33.000 personas sin hogar, y si en algunas de nuestras ciudades y pueblos casi la mitad de los niños no comen carne por no poder permitírselo sus padres, ¿con qué derecho criminalizamos al adolescente que nunca ha tenido una oportunidad para comportarse de otro modo? “Recomiendo a los políticos españoles que tomen nota de las protestas de los chalecos amarillos en Francia o de las de Santiago de Chile -afirmó Alston en una reciente entrevista publicada en este diario-. O se actúa contra la pobreza, o habrá protestas como allí. Llegará un punto en que el malestar de la gente se volverá incontrolable”. Así que, en fin, es cosa nuestra ahora valorar si declaraciones de esta envergadura merecen ser tenidas en consideración, reaccionando en consecuencia, o si por el contrario es mejor vivir extasiados nuestro particular Carnaval y, como se nos dice en la canción de Celia Cruz, pasar nuestras penas cantando.