La perfección de la anatomía masculina nos fue revelada por vez primera en la antigua Grecia, con una escultura de bronce de más de dos metros de altura que actualmente es conocida como el 'dios del cabo Artemisio'. Al contemplarla en su conjunto, poco debe importarnos su rostro de ojos vacíos, o la intención de la enigmática deidad que representa, claramente preparada para el lanzamiento de un objeto arrojadizo que no se conserva y cuya naturaleza, por esa razón, no podemos precisar. Tampoco tiene demasiado interés su postura; y mucho menos la posible identidad de aquel a quien apunta con los dedos extendidos (pues es muy claro que el trasfondo histórico que se desprende aquí, a diferencia de lo que ocurre con el 'Moisés' de Miguel Ángel, es irrelevante). No importan el nombre del escultor que la ejecutó con tanto genio, ni la fecha en que fue fundida, ni tampoco el lugar preciso al que quería enviarse cuando el barco en el que viajaba naufragó frente a las costas eubeas. Y nada de ello importa porque lo único que debe recibir atención y elogios en el 'dios del cabo Artemisio' es la belleza de su cuerpo, que, como ya hemos apuntado arriba, es -a falta de un término más acertado- absolutamente perfecto.

Resulta casi una evidencia confirmar que aun en los días en los que vivimos nosotros, en los que tanto se sabe ya de nutrición adaptada, de morfología muscular y de nuevas técnicas en materia de ejercicios de calistenia, encontrar un “ejemplar” como el que aquí tenemos nos costaría mucho. No abundan cuerpos así a nuestro alrededor; como tampoco debieron de abundar hace miles de años en el mundo mediterráneo, cuando al menos de forma idealizada se entendió que la divinidad, precisamente por constituirse como el elemento mejor acabado de cuantos reposaban bajo el firmamento, había de presentar un aspecto similar a este (entendiéndose que ese aspecto era una bella metáfora de la perfección espiritual del sujeto). Con todo, es obvio que por muy difícil que creamos que fuese, avistar a un hombre de tales características tampoco tuvo que ser tarea imposible entre los antiguos, ya que de lo contrario nadie hubiese sido capaz de imaginarlo previamente, y mucho menos de tener la pericia artística precisa para saber moldearlo con tanto realismo después. Más aún, si forzamos un poco la imaginación, incluso llegaremos a la conclusión de que el mismo Herodoto, en el curso de sus aventuras, a la fuerza se acabaría encontrando en el camino con hombres de catadura comparable, a pesar de que ello le llevase con toda probabilidad kilómetros de recorrido más allá de las fronteras que comprenden la actual Grecia.

En la época a la que nos estamos refiriendo, la cultura de la Hélade alcanzaba puntos lejanos y diversos que ni siquiera en la actualidad acaban de estar bien definidos. A pesar de ello, hay evidencias arqueológicas más que suficientes para constatar que aquellos pueblos “pelasgos” que precedieron a la civilización helénica y que a decir verdad conformaron el sustento firme de cualquier sustrato entonces tenido como 'griego', se encontraban allende el Egeo, en torno a las costas de Anatolia y, en dirección norte, sobre los montes balcánicos. Es por esa razón que ante el deseo de toparse con el hombre definitivo -física y mentalmente insuperable-, un trotamundos como Herodoto posiblemente se habría visto en la obligación de culminar los confines más lejanos de lo que era asumido como propio; y no hubiese sido extraño, por tanto, que en el caso del dios Artemisio semejante periplo fuese de obligada realización, sobre todo si tenemos en cuenta que el semblante de nuestra escultura lo mismo podría pertenecer a un ciudadano aqueo (europeo), que a otro jonio (asiático).

Las noticias que en las últimas jornadas nos han llegado desde el punto geográfico preciso que divide lo occidental de lo oriental, atentan sin embargo contra toda voluntad de un hallazgo perfectivo tal y como en las líneas anteriores lo hemos venido delineando. En ese lugar, en el paso llamado de Pazarkule, que se enclava entre los actuales territorios nacionales griego y turco, un grupo de unos 3.000 refugiados sirios, afganos, iraníes y somalíes han levantado un campamento improvisado con la intención de atravesar de inmediato la frontera hacia Europa, lo que les ha llevado a tener que enfrentarse con las bombas de gas lacrimógeno de los guardas fronterizos griegos. El lamentable episodio -del que para la posteridad quedarán esas instantáneas vergonzantes de niños tapándose la boca con pañuelos-, ha tenido lugar después de que el Gobierno turco, ya harto de recibir nuevos refugiados provenientes de su linde con Siria, haya anunciado a través de todos los medios la apertura inmediata de sus fronteras occidentales. “Europa debe cumplir su palabra -ha sentenciado el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan-. No estamos en condiciones de atender y alimentar a tantos refugiados. Si sois sinceros, debéis participar en esto; si no, dejaremos las fronteras abiertas”. Entretanto, Grecia busca ahora bloquear el conflictivo paso bajo el pretexto de que sus límites han sido violentados ilegalmente, y otros países del entorno, como Austria, ya se plantean cerrar sus fronteras confinadas con territorios balcánicos. ¿Será que la perfección ha dejado ya de interesarnos y hemos decidido no buscarla donde hace tanto tiempo llegamos a encontrarla?