Les escribo desde el punto G de la pandemia. La zona cero, el epicentro, la patata caliente, el foco irradiador. Les escribo desde Madrid. El lugar donde el coronavirus ha entrado en éxtasis vírico. Al escribirles desde aquí, debieran ser éstas unas cartas desde mi celda. Medida cautelar: ponerle cerco a los carriles de la A-2. Pero qué va. A estas horas, todavía puedo montarme a lomos de un Alsa y, en tres horas y media, plantarme en Delicias, a entregarles en servicio de mensajería urgente las miasmas que están colapsando los hospitales (públicos) de la capital y dejándolos cortos de respiradores.

Mismas miasmas (en eso consistía la armonización autonómica) que están llevando consigo los vecinos de la villa y corte a sus segundas residencias del benigno litoral levantino. Que para algo han suspendido las clases y están ociosos los niños. Sería pecado no aprovechar contingencia pintada tan calva. Vacaciones improvisadas a mitad de marzo, y con un tiempo de junio esplendoroso, no manan del calendario lectivo todos los días.

Eso alegaban los alumnos en las inmediaciones de la Complutense, desvelando su propósito en firme de no desperdiciar la coyuntura en la estéril reclusión que ‘sugieren’ las autoridades. Antes bien —aseguraban con calor—, los planetas se han alineado, y el universo ha conspirado benévolo, para que ellos salgan de fiesta con patente de corso y fidelidad de nazarenos. Porque tienen veinte años y pasaporte a la eternidad. Reyes desbocados. A qué fin perder un segundo en medir las consecuencias de sus actos, o en cómo pueden afectar a sus semejantes, si la juventud inmortal apremia. Para qué pararte a espigar las diferencias entre un periodo festivo y una cuarentena. Y ésos son los que han llegado a la universidad.

Pero tal vez no resulte justo enconar la regañina en su descerebrada y lozana inconsciencia, si topan con ejemplos de insensatez allá donde dirijan la mirada. La de los políticos que ahora instan a confinarse, cuando hace solo unos días alentaron los baños de multitudes en las manifestaciones del 8-M y en sus mítines, anteponiendo el rédito electoral a la salud pública (sin que esta manipulación oportunista de la agenda exima de responsabilidad individual a quienes, libremente, decidieron acudir a estas concentraciones; eso sí, en muchos casos, sin disponer de toda la información que había encima de la mesa, por lo que no sobraría exigir rendición de cuentas más adelante).

Tampoco va a la zaga la imprudencia de esos empresarios que, a estas alturas, mantienen abiertos sus emporios de la moda, permitiendo que, en comunión de epidermis, te pruebes una camiseta y juzgues que te queda pequeña, para que, a continuación, la clienta de más allá opine que le queda grande, y por último, la dependienta se vea en la obligación de plegarla y devolverla a su balda, manoseada hasta la extenuación, pero consagrando el derecho inalienable a que el contagio nos pille de lo más chic.

Qué absurdo bajarles la persiana a los museos, las bibliotecas, los teatros (sí, la cultura siempre es la primera en ponerse malita), si luego te otorgan bula papal para que te infectes en cualquiera de esos bares a los que ayer por la tarde les rebosaban las terrazas. Que sí. Que el país no se puede parar. Que, si no, a la economía se la va a tragar el sumidero inmisericorde. Pero, ¿no valdría más, aunque resulte impopular, frenarlo todo para atajar de forma drástica la expansión pestífera y empezar a recuperarnos cuanto antes, en vez de entretenernos con medias tintas que solo prolongarán la agonía? Es lo que pasa con las mantas demasiado cortas. Cubres por un lado, destapas por el otro, y acabas resfriado.

Eso sí, no va a haber Covid-19 que les tosa a los libros de cuentas de los supermercados, reconvertidos en escenarios de guerra. Les ha tocado la lotería con esa caprichosa manifestación de la histeria colectiva a la que le ha dado por arramblar con estanterías completas (¿para qué?, ¿para enclaustrarse bien aprovisionados en las habitaciones del pánico de sus moradas, al más puro estilo Decamerón? ¡En absoluto! Recordemos que, después, a los saqueadores te los encuentras campando en los parques). Acaparamiento de víveres, sí, pero con especial hincapié en la sección de las pastas y los chocolates, y no tanto en la frutería. Los apocalipsis en el primer mundo se afrontan carbohidratado hasta las cejas. Las penas son menos penas con un menú de granja escuela mediante y papel higiénico a mansalva. Así se deduce del hecho de que, en los lineales, no resista un rollo vivo. ¡Coronavirus, a mí, que tengo la región anal como la patena!

Comportamientos tan abstrusos y erráticos como éstos, aún nos restarán por ver unos cuantos. Una buena noticia: existe una alternativa para que te los ahorres, y con la que, además, te haces un favor a ti y también a los demás. Sentido común, y a casa.