Todo inicio, sea de la naturaleza que sea, se debe siempre a un final previo, y es por eso que en la historia de nuestro mundo cualquier cambio verdaderamente remarcable que queramos traer a la memoria, casi seguro que tuvo lugar tras un periodo de grandes convulsiones y desgracias.

La Tierra, sin ir más lejos, para adquirir el aspecto que hoy tiene necesariamente hubo de surgir primero en el medio de unas tormentas estelares fortísimas, hace unos cinco mil millones de años. Nos imaginamos ese momento como un proceso de largo recorrido, desde luego, aunque también de carácter violento y tremendamente implacable. Pensemos en relación con ello que sobre la superficie incandescente que con el transcurrir de los milenios se iba asentando -superficie tóxica por lo demás, y por supuesto inhabitable- llegaría a producirse en un instante preciso el brutal impacto de otro planeta lejano -el descomunal Tea, de cuyos restos se formaría nuestra luna-, y mucho después, el correspondiente bombardeo masivo de infinidad de meteoritos más, en este caso procedentes del nacimiento del sistema solar.

Así pues, nuestro hogar en el universo era por aquel entonces un lugar hostil. Si conseguía acumular agua sobre su suelo más superficial, esta siempre se revolvía en fuertes tempestades; y cuando en cambio dejaba emerger nuevos territorios insulares, no hubo forma de que aquellos asomasen sin el lanzamiento previo de descomunales chorros de lava. La vida, por tanto, imaginamos que tuvo que abrirse paso eón a eón bajo el influjo de toda clase de caprichos geológicos: glaciaciones que hoy consideraríamos impensables, resquebrajamientos espectaculares de la corteza terrestre, y expulsiones de gases oscuros procedentes del núcleo y sobradamente capaces de ocultar la luz del sol por años. Bien pensado, fue de hecho un auténtico milagro que, con todos estos riesgos, los inmemoriales seres unicelulares pudiesen sufrir evoluciones tan importantes como la que culminó con la llamada “explosión cámbrica”, que hace más de quinientos millones de años permitió la aparición de una vegetación exuberante y de una amplia gama de animales extrañísimos, muchos de los cuales tenían el aspecto de nuestros actuales insectos, pero en escala monstruosa.

Y quién hubiera dicho entonces que tan bien acabada panoplia de seres perfectamente formados tenía los días contados. Un brote repentino de fuego terrestre abrasó medio planeta y dejó en las tinieblas al otro, con lo que la práctica totalidad de los seres vivientes que poblaban la primigenia masa continental de Gondwana desaparecieron para siempre. Sin duda, aquella extinción masiva se lo llevó todo; para el mundo animado en general, fue como volver a la casilla de salida. Y no fue esta la única vez que ocurrió algo parecido, ni tampoco la más memorable. Al respecto recordamos la fulgurante llegada de aquel asteroide que se estrelló en algún lugar cercano a la península de Yucatán con la fuerza de millones de bombas nucleares y acabó con los dinosaurios después de 165 millones de años reinando la Tierra. Un acontecimiento este verdaderamente formidable que, además, vendría seguido de nuevas conmociones acaecidas a nivel global: terremotos, corrimientos radicales de tierra y aumentos desmesurados de la temperatura.

Siendo así las cosas, a la fuerza tuvo que deberse a otro milagro que seres tan insignificantes como los primeros mamíferos, que entonces presentaban un aspecto similar al de las musarañas, lograsen salir intactos de debajo de la tierra (donde se habían escondido todo el tiempo), e iniciasen su prodigiosa evolución en un mundo mucho más árido y desolado que el anterior al desastre.

Los seres humanos, aparecidos en los últimos miles de años, pertenecemos por tanto al epílogo de este último eslabón iniciado hacía tanto tiempo; y si nos mantenemos fieles a lo que la ciencia actual nos dice necesariamente habremos de aceptar que, a diferencia de lo que había venido ocurriendo hasta ahora, la actual extinción masiva que el mundo animal y vegetal sufre -la del Holoceno- la estamos provocando nosotros, y no un meteorito extraterrestre. Y podría creerse de hecho que la historia de esta última destrucción es bastante reciente, posterior al menos a la Revolución Industrial del siglo XIX; aunque la verdad es que los destrozos ya empezaron en los inicios, con la caza masiva de los animales más pesados, y la quema y transformación de los paisajes a merced de las necesidades que nuestra especie fue planteándose. Desde el principio, entonces. Debe entenderse que el fin se vio venir prácticamente desde el momento en que los simios más aptos lograron ponerse a dos patas y manipular a su gusto objetos con las manos, viajando de un sitio para otro; porque nuestra sola presencia en el mundo, el mero hecho de existir, transformó y cambió lo que veíamos y tocábamos hasta la extinción.