El oráculo ha hablado: dos semanas más, que se suman a las tres que ya llevamos. Parece que hemos retrocedido a la época en la que un inspirado mediador, capaz de chapurrear el idioma indescifrable de la deidad, la consultaba en privado parlamento, para luego comunicar al pueblo los designios sagrados y que todos se sometieran a su albur. Así, después de que los epidemiólogos hayan leído el trazado de la famosa curva, a través de cuyas líneas la pandemia se pronuncia sobre cómo pretende seguir evolucionando, el presidente trasladó el sábado el mensaje del ente invisible, ubicuo, tan capaz de doblegarnos como incapaz de atender a razones. Ese que no es un dios, pero sí un virus: “Por la cuenta que os trae, más os vale permanecer aún en vuestras casas”.

Un comportamiento que ofrendar al aplacamiento de su cólera y que, en este caso, no viene dictado por el abstruso capricho de una divinidad dudosa, sino por la recomendación contrastada de la ciencia. Por tanto, toca que el país acate, igual que ha hecho hasta ahora, salvo deshonrosas excepciones, con mansedumbre y pundonor. Aunque no creo que a nadie le haya sorprendido esta prórroga, puede que alguno, ante el anuncio, haya comenzado a revolverse en el asiento, como si le pinchara. A fin de cuentas, nos están pidiendo que, en nombre de un poder superior contra el que no cabe rebelarse ni argumentar, continuemos ausentes de nuestra vida, desertores de cualquier decisión. El virus las toma por nosotros.

Una interinidad en el albedrío y el propio gobierno que puede empujarnos fácilmente por la pendiente de la inacción, tan gozosa y aterradora como la de una montaña rusa. Herman Melville, el autor de la monumental 'Moby Dick', escribió un relato en el que un amanuense llamado Bartleby, empleado en una oficina de Wall Street, a cada requerimiento de su patrón —”Bartleby, por favor, lea esta copia y dígame si hay algún error”. “¿Podría llevar esta carta al correo, señor Bartleby”—, respondía con un “preferiría no hacerlo”. Y, en efecto, no lo hace. Este personaje sí ha adoptado, en su caso, una decisión consciente, una sola: la de una monolítica, resistente pasividad, y se aferra a ella incluso en sus más extremas consecuencias.

Los reos de esta cuarentena tal vez nos hayamos convertido en Bartlebys a nuestro pesar. Forzados por las circunstancias, hemos abdicado de los afanes y miserias individuales en aras de un bien colectivo, desalojados del papel protagonista de la historia hasta nueva orden. Postergado ese viaje, la boda, una entrevista laboral, la cita programada con el especialista o el amante, la próxima noche de excesos, la compra del sofá antes de que termine la oferta. Nuestro modo de vida consistía en estar en un sitio concreto a una hora determinada. En eso se traduce la tiranía del hacer. Ahora, el lugar es la casa, donde debemos quedarnos, y el tiempo, por primera vez, podemos verlo desde fuera. Los días los cumplimentábamos inmersos en la cascada, zambullidos en toneladas de agua que se desplomaban sobre nuestras cabezas y nos velaban los ojos. En estos momentos, hemos dado un paso atrás, nos hemos salido de todo eso, y tenemos la oportunidad de observar, con las retinas desempañadas, la cortina líquida y transparente que sigue cayendo, pero a un metro de distancia.

No hablo de todos, por supuesto, ya que la experiencia, por mucho que queramos hermanarla, resulta diferente para cada quien, y los sanitarios, repartidores y personal de supermercado están viviendo cualquier cosa menos esa sustracción. Ellos sí embebidos en el frenesí del presente Sin embargo, una gran mayoría vacamos entre corchetes, en un aplazamiento sine die. Los quehaceres los haremos a destiempo, que no es sino un tiempo distinto al que imaginábamos. Y mientras tanto, la omisión, en la que que también se puede encontrar un placer. El de que se hayan trastocado los relojes, como si la divinidad arbitraria que mencionábamos al principio hubiese cambiado la hora, pero de una forma mucho más salvaje que el simple ajuste que efectuamos la semana anterior. La jornada ha pasado a regirse por el recorrido natural de la luz en el cielo y por las necesidades más primarias del cuerpo. Igual que un bicho bola que se desenrolla pausadamente cada día y se vuelve a plegar cuando le toca, ajeno a la servidumbre de los compromisos extemporáneos a los que solíamos atarnos para, de lo contrario, sentirnos culpables.

El aforismo ‘tanto tienes, tanto vales’, en esta época prolífica (y ¡oh, no! productiva), parecía haber mutado en ‘tanto haces, tanto vales’. O incluso en una conjunción de ambos verbos: tener y hacer. A más obligaciones, más estatus en el graderío social. Cuantas más ocupaciones te colmen, más plenitud y utilidad se te presupone. Y, de pronto, en medio del encierro, la libertad inesperada del no tener que hacer. La libertad de ser. De ser Bartleby.

Por eso, aunque rabiemos por que concluya el confinamiento y por retornar a la normalidad, costará más de lo que pensamos que reanude su actividad el engranaje que creemos añorar. Y tal vez, por inverosímil que parezca, lo que echemos entonces de menos sean algunas de las conquistas alcanzadas en este paréntesis. Máxime cuando la realidad que nos aguarda a la vuelta se promete muy dura. Durísima. Pongamos, pues, de nuestra parte para que esta terrible situación acabe cuanto antes, para que la gente deje de morir por centenares, y entre tanto, cuidémonos y, sin descuidar a nadie, hagamos lo que prefiramos.

Aun así, el triunfo del amanuense de Melville sobre nosotros nunca será completo. Esta mañana, su vocecilla imploraba dentro de mí que no hiciera este artículo. Y, sin embargo, ya ven. Aquí lo tienen.