El dominico Bartolomé de las Casas, colonizador antes que fraile, relató en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias las tiranías grandísimas y abominables que los conquistadores infligieron sobre los indios incluso adiestraban lebreles para despedazarlos, pero las huestes de su católica majestad contaban, aun sin saberlo, con un arma mucho más letal que arcabuces y alabardas; esto es, las enfermedades contagiosas. La viruela y el sarampión, sobre todo, causaron una altísima mortandad entre las poblaciones amerindias. Una cruel escabechina.

Desde que el mundo es mundo, las plagas han impuesto profundas modificaciones en el curso de la historia. Para prosperar, un virus solo necesita movimiento y un montón de gente apelotonada, y así la viruela, endémica en algunas culturas de Oriente desde hacía milenios, alcanzó Europa en el siglo XI, con las cruzadas, y llegó por primera vez a la isla de La Española en 1518 a bordo de las naves de Colón, inoculada en marineros que ya habían desarrollado la inmunidad.

Una vez en las Antillas, la viruela (fiebre, vómitos, posible ceguera y una erupción cuyas ronchas pican como guindillas) apenas tardó dos años en saltar a tierra firme, donde los 600 hombres que comandaba Hernán Cortés encontraron un aliado con el que no contaban en su sanguinario avance hacia Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, cuya población se redujo en un 40% en un solo año. Desde allí, como un reguero de gasolina en llamas, la epidemia bajó por el espinazo del continente hasta alcanzar los dominios incas en 1526, según argumenta el historiador canadiense William H. McNeill en el ensayo 'Plagas y pueblos'.

Un mundo arrasado

Más allá de las hambrunas por una cosecha fallida, los amerindios no conocían infecciones en cadena como las que habían azotado al Viejo Mundo, tal vez porque contaban con escasos animales domésticos (con sus parásitos), y las llamas y alpacas de los Andes vivían en manadas demasiado dispersas y pequeñas como para para que la infección medrara en estado salvaje. El libro 'Chilam Balam de Chumayel', memoria oral de los mayas transcrita al alfabeto latino por indios alfabetizados, describe un mundo incólume antes de la llegada de los dzules, los hombres blancos: Saludables vivían. No había entonces enfermedad; no había dolor de huesos; no había fiebre para ellos, no había viruelas, no había ardor de pecho, no había dolor de vientre, no había consunción. Rectamente erguido iba su cuerpo, entonces. Las cifras que ofrecen los demógrafos resultan espeluznantes: si en el virreinato de Nueva España se podían contabilizar unos 25 millones de nativos en 1519, la irrupción de la cruz, la espada, la viruela y el sarampión hizo que los indígenas sumaran un millón escaso en 1605.

La vida, imparable en su curso, es un continuo intercambio de flujos, ideas y menoscabos. Los españoles llevaron al Nuevo Mundo los caballos, los cerdos, el trigo y el arroz, y se trajeron de vuelta el tomate, la patata, el maíz y el adictivo tabaco, más otro regalito oculto en los genitales: la sífilis. Aun cuando existió cierta controversia científica respecto de su origen, los estudios más recientes se inclinan por abrazar la hipótesis de que, en efecto, fue la tripulación de Colón la que trasladó en la portañuela esta enfermedad venérea, que desfiguraba los cuerpos y podía trastornar la mente hasta la demencia. Suerte del descubrimiento de la penicilina; en tiempos, se curaba con friegas, emplastos o vapores de tóxico mercurio.