Mi bisabuela falleció de gripe española. Es este un suceso incontestable que la memoria oral ha ido revistiendo con detalles escabrosos, como el hecho de que estuviera amamantando a su hija en el momento de expirar -ojo, la tía Carmen vivió sana como una pera hasta los 90 años-, que se la llevaran al cementerio en un carro atestado de cadáveres y tuvieran que enterrarla en una fosa común, pues en el pueblo no daban abasto con los cuerpos. Dicen que la gran epidemia de 1918 no se recuerda de un modo colectivo, sino de forma personal, como un tapiz tejido con múltiples tragedias discretas, anónimas, de lo que fue una matanza: entre 50 y 100 millones de muertos en todo el mundo. La mayor pandemia gripal de la historia. Una enfermedad apellidada española por un inmenso malentendido histórico.

Sucedió en realidad que, enfrascados en la primera guerra mundial, los países beligerantes censuraron las noticias sobre la gripe, con el fin de no minar la moral de los soldados, yacentes en los campos de Flandes, mientras en España, que se mantuvo neutral, la información circulaba libremente, como cuando enfermó el rey Alfonso XIII, junto con el presidente del Gobierno y varios ministros. De ahí el sambenito, tal vez un coletazo de la leyenda negra. Al otro lado de los Pirineos, por el contrario, la enfermedad recibió el apodo popular de soldado de Nápoles, porque cuando irrumpió triunfaba en los escenarios 'La canción del olvido', una zarzuela en torno al mito de Don Juan que incluye la archiconocida serenata, tan pegadiza como la gripe de marras: Soldado de Nápoles / que vas a la guerraaaaa / mi voz recordándoteeee, / cantando te espera.

Tres posibles 'puntos cero'

Los epidemiólogos aún mantienen sobre la mesa tres hipótesis sobre su procedencia, según desglosa la periodista científica Laura Spinney en 'El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo' (Crítica, 2017), un ensayo que toma el título de los versículos bíblicos sobre el apocalipsis y se lee con el vértigo de una novela de espías. Tres posibles orígenes, decíamos: Shansi, una remota aldea en el interior de China; Camp Fuston, en Kansas, el 'Estado de los girasoles'; y Étaples, en Francia, en un campamento de soldados británicos con mucha humanidad junta y malnutrida, adonde, durante la batalla del Somme, llegaban cada noche 10 trenes ambulancia. Pero de española, 'rien de rien'. Sí es un hecho fehaciente que la guerra contribuyó a que su virulencia fuera excepcional, sobre todo tras la desmovilización de las tropas (pensemos en los festejos del armisticio). Aquel virus también saltó la barrera de las especies.

Como sucede hoy con el infame covid-19, se cerraron las escuelas, los teatros y los lugares de culto, y se impusieron cuarentenas y medidas de distanciamiento. Se buscaron, cómo no, chivos expiatorios, se creyó en falsos remedios (cataplasmas de mostaza, terrones de azúcar mojados en queroseno) y proliferaron asimismo las teorías conspiranoicas: los ciudadanos de los países aliados llegaron a preguntarse si todo lo que contenían las cajas fabricadas por la farmacéutica alemana Bayer era realmente aspirina.

La mal llamada 'Spanish lady' se llevó por delante a personajes como el poeta Apollinaire, los niños visionarios de Fátima, al padre de Lawrence de Arabia, a la hija favorita de Freud y al pintor Egon Schiele. Pero alegrémonos, 'sursum corda': el carnaval de Río de 1919 fue un exitazo y luego estallaron los felices y carnales años 20.