Cuando tenía 10 años, escribí un cuento sobre la vida de un paraguas. Desgranaba sus desdichas cotidianas, las expectativas que encerraba para él un día de lluvia, y le inventé una parentela en la que figuraban la sombrilla y el bastón. Quedó bastante simpático, de modo que mis padres me animaron a enviarlo a un concurso de relatos cortos, en la categoría junior, que organizaba la Biblioteca Municipal de Alagón.

Aún recuerdo como si fuera ayer aquella mañana de sábado en la que mi padre subió a casa con el correo y me anunció que había una carta a mi nombre. Abrió el sobre con pose de intriga y comenzó a leerla en voz alta. "Nos congratula comunicarle...". Por estas palabras me enteré de que mi cuento sobre la vida del paraguas había ganado el primer premio. Nunca había escuchado el verbo ‘congratular’, pero de inmediato intuí que significaba algo buenísimo. Desde entonces, siempre lo asocio con noticias bonitas. Porque esa lo fue, y mucho. Se trataba, ni más ni menos, de la primera vez que alguien fuera de mi familia creía que mis historias podían merecer la pena. Y lo que me dio fe a mí para creerlo también.

Lo confirmaban las 20.000 pesetas (en efecto, pesetas, modo viejuno-arcaico on) que, a juicio del jurado, valía el cuento. Eso sí, había una condición: debía gastarlas en libros. A este ratón impenitente de biblioteca que suscribe, el requisito no le supuso ningún problema. El 23 de abril, día glorioso donde los haya por serlo del Libro y de Aragón, acogieron en el Ayuntamiento de la localidad una ceremonia que se me antojó grande, solemne y emocionante (¡todo un festejo literario!), en la que me entregaron el premio.

Dos librerías zaragozanas canjeaban el cheque: la Central y la París. Y a ellas me encaminé poco después con mi padre, erigido en asesor, porque semejante montante no constituía una inversión menor. Había que escoger los volúmenes con tino y, para evitar el atracón de celulosa, tuvimos que efectuar varios viajes a esos santuarios de la letra. En todos, salimos cargados con bolsas llenas hasta los topes de páginas (las de 'La flecha negra', de Stevenson, 'El conde de Montecristo', de Dumas, o las del verde de Harry Potter, 'La cámara secreta'). Tesoros con los que empecé a nutrir mi propia biblioteca, esa a la que he sentido siempre compañera, amiga y maestra. Una que, en fin, me alentó a seguir escribiendo, encaramada a hombros de quienes se habían consagrado a la literatura antes que yo y que, desde allí, me guiaron, me confortaron, me hicieron feliz (aún lo hacen).

El 23 de abril de 2018, justo 18 años después de aquel sábado en el Consistorio de Alagón en el que me permití creer que los sueños podían cumplirse, me encontraba firmando mi segunda novela, 'El color de la luz', en la caseta de una librería zaragozana. Casualidades y puntazos de la vida, una que lleva nombre de capital francesa. Este año, con 'La tortuga que huía del jaguar', habría tenido el honor de estar, entre otras, en la de la Librería Central. Librerías que, a cambio de 20.000 pesetas, le pusieron cimientos a la vocación de una niña que quería ser escritora.

Librerías que hoy habrían alegrado nuestro día hasta convertirlo en una hermosa fiesta, y a las que tocará apoyar en cuanto todo esto acabe. Entre tanto, ¿qué mejor plan para celebrar esta jornada que quedarnos en casa leyendo? Buscando consuelo en esos amigos que nos permiten viajar a lugares adonde ahora no podemos ir, a épocas que pasaron igual que pasará esta pesadilla; compañeros que son refugio y también ventanas, como esas desde las que aplaudimos a las ocho, pero con las vistas más privilegiadas del mundo: en ellas cabe la vida entera hasta que volvamos a protagonizarla.

Feliz San Jorge. Felices libros.