De querer, que por supuesto yo no quiero, uno podría enfrentarse a 24 horas al día de información sobre el coronavirus. Información que orbita sin remedio alrededor de los mismos datos, las mismas ideas, los mismos conceptos tremendistas y chillones, visto lo visto, la grasa que engorda a las masas. A mi entender, esto es una jodienda, dado que las crisis son una privilegiada oportunidad para desvelar los puntos débiles y rozaduras de la sociedad. Cuando el hombre está herido en el suelo, claudicando con la cabeza del intestino asomando por el ombligo, es el momento de sazonar la herida provocando un doloroso y genuino escozor desvelando así lo que, de otra forma, no sería desvelado. Mi sádica técnica me ha permitido drenar entre debates imbéciles y brillantes cursilerías 'cool', una reflexión sobre lo 'mimada' y 'consentida' que lleva décadas viviendo la posmodernidad occidental. Ahí va:

En esta 'Era del vacío', donde podemos afirmar que ya no interrogamos a Dios, seguimos buscando un Diablo al que culpar de nuestros males. La psicología del enemigo, o la demonización, ha sido una herramienta común en los conflictos nacionales e internacionales. La demonización por etnia, credo, nacionalidad o ideología a la que llevamos siglos sometidos, da fe de la necesidad de enemigos tangibles de la que aduce el mundo. Esta crisis no ha hecho más que amplificar esta demanda. Tanto a nivel internacional, como nacional, los portavoces ideológicos se llenan la boca con los alegatos de responsabilidad y culpa con flipante regularidad. Sin duda, existe en esta estrategia un afán carroñero, o un intento por echar balones fuera, pero su núcleo vital proviene de la 'culpabilización axiomática' como una demanda social. El coronavirus es una bomba vírica cuya explosión ha iluminado las epidemias más arraigadas de nuestro sistema, tales como; la manipulación informativa indiscriminada, la vida digitalizada, el egoísmo superviviente del individualismo o, precisamente, esta subnormalidad incendiaria de aquellos mandatarios serviles que se centran en darle a las masas los culpables que demandan, en vez de centrarse en encontrar las soluciones que necesitan. Es cierto, todos sufrimos la hipermodernidad del tercer milenio que ha convertido a los individuos occidentales en máquinas de mimado hedonismo acostumbradas consumir cuan(t)do quieren. Aun así, pienso, se debería esperar más de los portavoces ideológicos. Al fin y al cabo, de los líderes se demanda una elevación suficiente como para sobrepasar sus instintos primarios con el fin de lograr soluciones, máxime en tiempos de peligro. No obstante, ¿qué se puede esperar de una sociedad construida en el núcleo del deseo? Hemos engordado, todos, desde los inicios del neoliberalismo, en la voluntad de consumo sin asumir que existen necesidades que escapan a nuestra elección. Somos inadaptados consumistas. Seres mediocres incapaces de lidiar con la frustración y un descontrol que no sea rápidamente mitigado con antidepresivos o positivamente marginado por dosis masivas de entrenamiento. El sistema occidental se ha refugiado en la dinámica del niño que patalea hasta que sus padres le compran el juguete y si no lo hacen, los tilda de cabrones. Esa auto-infantilización aprovechada nos ha permitido apartar la mirada reiteradamente frente al dolor ajeno. Pero ahora ese mal nos invade obligándonos a quebrar nuestra apatía hacia los dramas totales. Y pataleamos. Estas nuevas obligaciones se expanden en incontables direcciones. Pero me gustaría destacar una que nos afecta a todos y es que, por primera vez en décadas, pareja y familia se enfrentan sin salida a la raíz de su naturaleza, la convivencia. El sistema liberal había individualizado a los sujetos hasta el punto de reformular ese comunismo primitivo de la familia y las relaciones de pareja, convirtiéndolo en una versión descafeinada. El confinamiento nos confronta a las clausulas originales del contrato familiar lo que multiplicará los divorcios y las rupturas amorosas, así como los posibles matricidios e infanticidios que, sin duda, a alguno ya se le han pasado por la cabeza. Una paradoja pues, por un lado, nos vemos obligados a reinventar fórmulas familiares que considerábamos caducas en la conquista de nuestra autonomía, mientras nos enfrentamos a un renovado 'liberalismo epidemiológico'.

Esta nueva fórmula económico-social, divide la población en clases más tangibles. Un sesgo que, básicamente, puede construirse entorno a la vivienda. En las posiciones más altas de este 'ranking', se encuentran aquellos con inmensos casoplones piscineros que convertir en comunas familiares donde todos pueden reunirse y romantizar la cuarentena. En las más bajas, aquellas familias confinadas en cincuenta metros cuadrados o directamente instaladas en el suelo de un aparcamiento al aire libre. Y lo mismo ocurre en las esferas medias del ranking. Estas se ven divididas entre los que pueden permitirse convivir con sus parejas sexuales y los que, debido al espacio disponible, no pueden acogerlas, bien sea por falta de espacio, o por la sobredosis humana debido a la comparta del piso. Y hablando de parejas sexuales… existe también, en base a esta división, una especie de nuevo clasismo sexoepidemológico. Si Houellebecq nos demostró que la sexualidad en el sistema liberal se conformó sobre una jerarquía social autónoma, donde guapos triunfan y poseen todas las herramientas naturales, igual que los ricos herederos, y los feos deben ganarse el puesto en un indecente esfuerzo casi siempre destinado a la desesperación, en la sexoepidemología ocurre algo parecido. Parece lógico que el sexo reclama de una 'solitaria heterogeneidad espacial'. ¿Qué, que quiero decir con esto?, pues que la opción de no compartir el mismo espacio constantemente, siendo el sexo el premio del reencuentro, así como la lógica posibilidad de un espacio apartado, son privilegios de una jerarquía. La misma del 'ranking' anteriormente citado.

Estas divisiones, peligros y frustraciones eran obvias y palpables en casi todo el resto de las civilizaciones. En cambio, nuestra rabieta malcriada, demuestra que occidente lleva años siendo un pájaro libre en una gran cerca, rodeada de otros pájaros enjaulados a los que veía, pero no prestaba demasiada atención. El Coronavirus ha sido el desencadenante de que la callosa mano del pajarero decida para la supervivencia del pájaro que debe ser enjaulado por su bien. Esta imposición rompe de un plumazo toda la psicología hipermoderna occidental que creía su libertad blindada frente a cualquier desastre. Una seguridad barata justificada gracias al sistema de alcantarillado que llevaba los desechos a otro lado, lejos de sus fosas nasales, permitiéndole no padecer el mierdero perfume de su alrededor. Ahora las heces aporrean nuestra puerta. La respuesta más razonable sería la de comprender por fin nuestro maltrato y generar la consiguiente empatía de una raza que ha sobrevivido gracias al apoyo mutuo. Inversiones en sistemas públicos e I+D, democratización de los organismos internacionales, socialización de las industrias básicas, reducción de la frenética movilidad y, ¿por qué no?, un poco de cariño humano y de sentido común.

Esta crisis vírica es la punta de un iceberg. Un inmenso bloque de hielo macizo que no hemos descubierto, aunque ya lo intuyesen muchos, hasta que no hemos chocado con él. Consumistas mimados y frágiles, los occidentales hemos vivido del cuento y la pinza nasal durante décadas. Entretenidos por bandera, nada nos jodía si había algo con lo que olvidarse de las brechas de nuestro modo de vida. ¡Qué viene el lobo! Y el lobo venía, porque llevaba alimentándose a nuestro alrededor muchas generaciones. Los bobochorras lo negaron, querían seguir en el cuento con final feliz, les habían dicho desde que nacieron que podían conseguirlo todo y que las cosas estaban al alcance de su mano. El Covid-19 llega y nos deja con dos palmos de narices preguntándonos ¿qué ha pasado? si todo iba a pedir de boca. Dicen que las hostias hacen madurar. Los hay que ni aun emborrachándose a golpetazos consiguen cambiar. Ya veremos cómo acaba todo, pero me temo que las cosas cambiarán en las formas, manteniendo los mismos fondos. Llevaremos mascarillas que impidan la infección de nuestro aliento, sí, pero seguiremos sin lavarnos los dientes. Como niños mimados…