¡Quietos! Shhh…todos quietos… La carnicera está en plena inspección de la sala con sus rayos X. Busca presas. Sus acuosos ojos de besugo se inflan. Se dispone a disparar su gangosa y fétida voz. Inspira. ¡PUM! Un aguijonazo venenoso inca sus dientes en mi nuca. Siento un tenebroso temblor recorriéndome desde el cogote hasta las plantas de los pies. Debí largarme de este supermercado El Árbol nada más echar los encurtidos a la cesta. Esto me pasa por pasearme en busca de cositas innecesarias con el fin de matar el tiempo y alimentar mi lánguido sentimiento de realización de estos días. Las palabras resuenan. Son navajazos cortando el aire como en los dibujos animados. “Oye, ¡chico!” ¡Estoy perdido! Si una carnicera con un cuchillo de degollar cuellos de pato te atina, más te vale hacerle caso. Son los seres más peligrosos de la tierra, las carniceras. Me giro. Indescriptible sensación de abandono. Se dispone a darme un repaso la muy… Levanto la jeta. “Dígame, señora.” Cuchillo de pato en mano y guante de mithril en la otra, me señala con el dedo. “No deberías llevar la mascarilla bajada chico. ¡En este supermercado hay mucha gente!” Miro a mi alrededor…ni Cristo, ni clavos, ni romanos, ni Satán rebelándose. No hay nadie. Pocas posibilidades de contagiar o de ser contagiado. La carnicera me increpa con su mirada de alfiler. Le miro los morros. Tiene un ligero mostacho y los labios quebrados. Es como un vampiro en ayunas. “¿Y su mascarilla qué, señora? ¿Qué pasa con su mascarilla?”, bufo con indignación. La tipa se sonroja. La he puesto frente al reflejo de su irresponsabilidad. La separan de mí unos metros, el mostrador con el producto fresco y sangrante y una elevación sobre la que parece la maldita Cleopatra con resaca de tequila y pollo frito. Avanzo un metro. ¡AJA! Nueva excusa de poder. “¡Eh, eh, chaval! No te acerques más, respeta la línea". Execra la versión femenina de Groucho Marx. Recupero la posición inicial. La mano con el cuchillo de cortar cuellos de pato le vibra en señal de apetito. Si no estuviera tan gorda y maciza no me cabe duda de que pegaría un brinco y me atizaría con el acero. Cortaría sagazmente y en pedazos pequeños. No hay nadie alrededor, las cámaras de seguridad pueden ser manipuladas, las compañeras y compañeros, testigos comprados con gusto y facilidad. Luego mis restos a la picadora y carne de burro recién trinchada en el mostrador. Por suerte, está magra y oronda, la señora. Le es imposible llevar a cabo sus deseos subconscientes. Me subo la mascarilla, no sin antes despedazarla con la mirada y gritarle, “¡Yo me pongo la mascarilla, señora, pero usted haga lo mismo!”

Abandono a buen ritmo las tierras de la carnicera. Me adentro en la sección de licores. ¡UM! Un J&B desprotegido, ¡Ay!… y con esas curvas verdes tan morbosas. Ataco el vidrio y despacho un trago que sabe a redención. Lo deposito de nuevo en su sitio. Aquí nadie ha visto nada, y si tengo coronavirus, que no creo, mala suerte. Pienso en la carnicera. En España todo el mundo es más papista que el Papa, pero solo de 'parlez-vous'. Un pequeño atisbo de poder y se aferran a su altiva moral como si ellos mismos hubiesen tallado las tablas de ley. Pero, salvo Moisés, que se sepa, nadie separa las aguas como Dios manda. Por eso vociferan la norma, pero cumplirla… eso ya es otra cosa. Al fin y al cabo, ellos son poseedores de la única e indiscutible verdad, la suya. Suerte que este país no carga su civismo por bandera, porque si no iba a ser imposible tirarse un pedo sin que alguien te abroncase por mal educado.

En la caja del super, María y Blanca, vecinas o amantes en secreto, discuten sobre como volverán a ir bien las cosas, la normalidad, e incluso las futuras mejoras extraídas de la fuerza de la protesta del pueblo y que si papapi, que si papapa… Bullshit, que dicen los yanques. Esta es una sociedad de indignación benigna. Molesta y cacerolea con pasión, pero su reclamo no da a luz a una problemática mayor que un picor o una fea verruga. El agradecido y poderosos sol de la primavera lo baña todo y los tiempos de protesta dejan lugar al piscineo, las cañas, las playas y la sangría si tu apellido es Schneider o Jones.

Blanca mete en una bolsa su quinoa, su soja, sus cookies americanas y su sirope de arce. Por su compra cualquiera diría que Blanca quiere salvar cualquier mundo menos el que la rodea.

Recibo un inesperado WhatsApp al salir del supermercado El Árbol. Jorge. Escribe para comprobar mi estado respecto al coronavirus y cerciorarse si estoy muerto y abandonado en alguna fosa común. No le daré el lujo de responder. Los amigos que solo se presentan en tiempos de guerra son carroñeros buscando compartir sus suplicios, rebozándose en el dolor de los demás para paliar el suyo. Veo a lo lejos a Matías. Nunca me cayó bien. Antes, si nos veíamos, nos saludábamos porque, bueno, habíamos compartido risas y sudores trabajando tras la barra, pero ahora, Matías, me mira de reojo y baja la mirada. Lo imito. No hay saludo. La obsolescencia de la cortesía es tangible. La situación tan incomoda que se sucedería al no saber si darnos la mano, el codo, o saludar al aire como imbéciles nos evita el contacto. Gran alivio. Las relaciones humanas han alcanzado por medio de la tecnología y el miedo su nivel más alto de apatía. Eso explica por qué con tantos muertos como arrastramos en esta crisis, hemos conseguido abstraernos del drama individual de cada uno y verlos solo como números. Pilas de cadáveres esperando en el crematorio como si fuese la fila india de la farmacia. ¿A caso alguien se pensaba que Occidente iba a seguir siendo el amo del patio eternamente? La edad del blanco cristiano llega a su fin. Y me tienta decir, ¡qué alivio! Ya que si al menos esa normalidad no vuelve tal vez podamos salvar algo.

De momento, yo, vuelvo a casa con unos cereales producidos en Estados-Unidos por un grasiento zampa Royal Cheese convencido de que España es una ciudad colindante a Ciudad Juárez, unos mejillones y unos pepinillos envasados por unos chinos agradecidamente explotados y unas mazorcas cultivadas en Brasil por un parroquiano homófobo que llama macacos a los negros. Y bien, ¿Se puede saber qué mundo estaré salvando yo?