Mucho antes de que la natación llegase a convertirse en el precioso deporte que hoy es, corrió un mito que hablaba de un hombre que se movía con mayor libertad por el mar que por la tierra. A mediados del siglo XVI, esta historia era ya vista como algo lejano en el tiempo; se limitaba a aparecer esporádicamente en las conversaciones de viejucas y pescadores de diferentes puntos del Mediterráneo, y muchas veces, cuestiones clave sobre la identidad y procedencia de aquel héroe acuático ni siquiera parecían estar, por lo que se veía, del todo claras. Unos le llamaban Pescecola; otros, pece Cola; y según los lugares, hubo quien prefirió sin embargo bautizarlo como pece Colau.

Este último nombre fue el que finalmente escogió como válido el humanista sevillano Pedro Mejía, quien en su 'Silva de varia lección' (1540), que es uno de los libros más curiosos y geniales de la época, ubicó al personaje en cuestión en torno a la región de Catania (Sicilia) durante el reinado del monarca aragonés Alfonso V el Magnánimo (1416-1458). Después de haberse cerciorado con la consulta de estudios acreditados de que las cosas que contaban todos aquellos testimonios anónimos podían entrañar algo de credibilidad -“que si yo las oyera a hombres de poca autoridad, las tuviera por vanidad y mentira”-, Mejía acabó por verificar que efectivamente tuvo que existir un hombre de estas características. Alguien obsesionado con el mar desde la niñez; que se deprimía si dejaba pasar un solo día sin haber sumergido su cuerpo en el agua, y que era capaz de atravesar leguas de distancia a través de la tormenta para llegar a los navíos zozobrantes y preguntar a la tripulación si todo el mundo se encontraba bien.

De Ischia y Procida

De dar crédito también a las declaraciones ofrecidas por el jurisconsulto napolitano Alejandro de Alejandro (1461-1523), quien aseguró haber conocido a un grumete que todos los días sin perdonar uno se cruzaba a nado las islas de Ischia y Procida, necesariamente concluiremos que en efecto hubieron de existir especímenes de esta clase a principios de la modernidad. O por lo menos aceptaremos el hecho de que entre la gente común prevaleciese cierto interés por estas cuestiones. Sin ir más lejos, no debe resultarnos casual que el pícaro protagonista de la Segunda parte del 'Lazarillo de Tormes' (1555) se convirtiese al principio de la novela en un atún, sintiéndose de ese modo más a gusto que nunca (“estuve lavando mi cuerpo de dentro y de fuera en aquella agua que al presente, y dende en adelante, muy dulce y sabrosa hallé); ni tampoco que Don Quijote, tras haber llegado a la solariega Casa del Verde Gabán, incluyese entre las obligaciones de los caballeros andantes el “saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao”. ¿Cómo extrañarse entonces de que científicos de la talla de Athanasius Kircher -escritor del prestigioso tratado 'Mundus Subterraneus' (1665)- llegasen a recorrer con buzos los fondos marinos del estrecho de Mesina? Qué duda cabe de que hubiese sido una lástima desperdiciar la oportunidad de encontrarse con los restos biológicos de aquel legendario hombre-pez.

Está claro que los humanos tendemos por lo general a creer en todo aquello que decidimos creer. De ese modo, sucesos imposibles se transforman en la más gélida realidad solo con la ayuda de nuestra imaginación. Desde los tiempos de Plinio, por ejemplo, no faltaron quienes juraron haberse encontrado casualmente con criaturas marinas tan atrayentes como imposibles: tritones escondidos en las cuevas lisboetas, nereidas varadas en las playas del sur de Francia, animalias parecidas a elefantes y carneros surcando las olas del Tirreno. Todas ellas absurdeces que se repitieron con los siglos. ¡Y sin embargo hubiese sido tan genial poder compartir experiencias con aquellos seres! Si pudiéramos ser tritones y nereidas, ahora mismo, y sobre la espuma de las olas a toda velocidad, con el cuerpo inclinado y suspendidos en el aire…

[Artículo dedicado a todos aquellos que necesitan ir a nadar con urgencia, porque para ellos nadar es la vida]