Hace pocos días recibí la dura y triste noticia. Mi amigo Quique Bas había muerto. Para gran parte de la zona centro de Zaragoza, Quique. Inconfundible. Ya fuera con su largo palo (rematado en la parte superior con un conejito de goma), luego con su andador y, finalmente, en su silla de ruedas. Quique, tan grande, tan sonriente, tan feliz. Quique, la memoria privilegiada. Quique, el recaudador de monedas. Quique, el cachondeo frente al drama. Quique, incapaz de doblegarse ante su incapacidad (quería hacer cualquier cosa que le propusieras). Quique y el Real Madrid. Quique y La Bombi. Quique, mi amigo.

Tras dar el pésame a su hermana Rosa (una de las mujeres más fuertes que he conocido) me senté en la butaca de mi habitación y, mientras mis ojos se inundaban de lágrimas, empecé a recordar.

Conocí a Quique hace más de cuatro décadas en la iglesia de San José Pignatelli del Paseo de la Constitución. Yo era un crío de siete años. Cuando el sacerdote dijo: “Daros la paz”, aquel gigantón de ojos azules y barba rojiza se colocó delante de los bancos y, mirándonos de frente, unió sus manos por encima de su cabeza y empezó a agitarlas en señal de paz para todos los allí presentes. Gestos acompañados de una voz atronadora de la que solo entendíamos: “Paz, paz”. Los mayores sonreían. Yo me partía de risa.

Un par de años después, en aquella hamburguesería vanguardista situada en San Ignacio de Loyola y que tenía nombre de mordisco: “Ñam, Ñam”, Quique se acercó a mi madre y a mí. Mirándome fijamente me preguntó:

- ¿Tú muerdes?

- No -contesté yo.

- Y… entonces ¿cómo comes?

Se echó a reír con aquellas tremendas carcajadas que resonaban por todo el local. Acompañó sus risas dando furibundos golpes en el suelo con el enorme palo que usaba para apoyarse. Los demás clientes me miraban. Sin embargo, no me puse colorado. En lugar de eso, no pude evitar sonreír a aquellos ojos azules. Mi madre le invitó a una hamburguesa y estuvo todo el tiempo alabando la inteligencia de Quique. Pensé que mi madre exageraba, que lo decía para que Quique se sintiera feliz.

Quique posa orgulloso con la camiseta del Real Zaragoza que le regaló Kevin Lacruz

Una década más tarde, empecé a quedar con Quique los sábados por la tarde. Íbamos a 'Cacao' a merendar. Allí se confirmaron las palabras de mi madre sobre lo inteligente que era Quique y, sobre todo, fui testigo, sábado tras sábado, de su prodigiosa memoria. “¡Pregunta, pregunta!” Era lo que le hacía más feliz. Y yo preguntaba, y él respondía con acierto. Y le llevaba test de treinta o de cincuenta preguntas, y respondía con naturalidad pasmosa, y a continuación se tronchaba de risa. Y yo me cabreaba porque siempre me ganaba. Y se reía aún más.

“Cacao” se cerró, pero nosotros seguíamos quedando. Nos pasábamos tardes enteras haciendo el tonto en la panadería chiquita de León XIII esquina con Pedro María Ric. Reíamos sin parar. Sin ninguna duda, el sentido del humor de Quique superaba lo imaginable. Era la razón de que lo quisiese tanto. Se llamaba así mismo “Fitipaldi” (la primera vez que se lo oí decir, no lo podía creer). Nunca se me borrarán los momentos tan hilarantes que pasé con él. Aquella memorable velada en mi casa en la que aplastamos a otros amigos en el juego del “Trivial”. Cada quesito ganado, yo me tiraba al suelo y daba una ridícula voltereta y… ¡de pronto!, cuando ganamos el queso de geografía, veo como Quique decide lanzarse de su asiento para intentar, también él, dar una voltereta. Y aquella otra tarde, en mi apartamento de Conde Aranda, viendo un partido de la selección y saltando como posesos sobre mi sofá cada vez que España marcaba un gol. Y recuerdo también (ya sin tanta risa pero con la emoción a flor de piel) una víspera de Reyes en la que, junto a mi amiga Olga Frontera, lo llevamos a ver la cabalgata. Fue la única vez que vi llorar a Quique. Y fue de emoción, cada vez que aparecía un Rey Mago.

Según me contaron sus hermanos, Rosa y Pepe (al que yo apenas conocía y, desde luego, tipo ingenioso donde los haya), el bueno de Quique hablaba con toda naturalidad de su fallecimiento: “Quiero un ataúd blanco y que, el vehículo que lo transporte, recorra lentamente la calle de León XIII. Así, los vecinos que me conocen, se asomarán a los balcones para aplaudirme y, mis amigos de los comercios, saldrán a la acera para vitorearme.” Así era Quique. Así de grande.

No te preocupes, amigo. Tú vas a recorrer por siempre la calle León XIII. Por el medio de la calzada. Lo harás con tu palo, con tu andador o en tu silla de ruedas. Los vecinos se asomarán a las ventanas y te lanzarán besos. Sara de “La Trufa” te aplaudirá. Con más fuerza aún lo hará Ezequiel y sus compañeros del Mercado París. Pedro y José, los hermanos gemelos dueños de la “Cafetería Estoril” te ofrecerán churros y mucho cariño en sus palabras. Celia, la guapa y simpática camarera te acercará una Coca-Cola grande. Alin, trabajador del mismo establecimiento, te dedicará una enorme sonrisa, y tú le darás las gracias por las tantas y tantas ocasiones en las que liberó tu camino de obstáculos (alfombras, banquetas y mesas) para que no tropezaras en el interior. Las chicas de Kaymo y de Pimkie te darán abrazos y besos. Siempre fuiste un conquistador. Cuando llegues a tu casa y me veas en la puerta de tu portal querrás charlar un rato. Arriba, tus padres y tus hermanos te estarán esperando para comer. Conversaremos sobre fútbol y sobre la vida. Alguien te reclamará por el portero automático para que subas ya. Entonces, nos despediremos con un gran abrazo. Y mientras me alejo, te oiré decir como siempre: “¡Sé feliz, Chulucu!”. Y yo me giraré hacia tu rostro sonriente: “¡Sé feliz, Quique!”