En los últimos tiempos se ha puesto de moda pedir perdón por hechos sucedidos hace siglos; tanto que hasta el mismo papa, «vicario de Cristo en la Tierra», lo ha hecho en varias ocasiones (a la Santa Madre Iglesia no le faltan motivos para ello).

Algunos presidentes de repúblicas iberoamericanas exigen a España que pida perdón por las acciones de Cristóbal Colón, Hernán Cortés o Francisco Pizarro. Lo hizo hace un par de meses el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en la plaza del Zócalo de la capital federal, en un discurso con motivo del bicentenario de la independencia. Se refirió a las matanzas que los españoles perpetraron, citando una de las cartas dirigidas por Hernán Cortes a Carlos I en la que el conquistador escribe que corrió «un río de sangre durante más de una hora con 40.000 muertos».

Como historiador, les aseguro que las cifras que dan algunos (bueno, igual que hoy en las manifestaciones) suelen ser muy discutibles; pero lo que no cabe duda es que toda conquista ha conllevado muertos, violencia, abusos, violaciones y terror. Así ocurrió durante la conquista de América, pero López Obrador, que no es precisamente descendiente de precolombinos (uno de sus abuelos era de Asturias y una bisabuela de Cantabria, mira qué bien), se olvidó u ocultó que los caciques que gobernaban esos imperios no eran precisamente unos dirigentes angelicales. Los caudillos incas, mexicas (vulgo aztecas) y mayas asesinaron a miles de personas, en matanzas tan crueles que, cuando llegaron los españoles, algunos pueblos indígenas les ayudaron a derrocar a esos canallas que los tenían sujetos a un régimen brutal y sanguinario. La alianza con las tribus sometidas por los mexicas, como los totonacas, los taxaltecas, los otomir o los descocos, explica que un puñado de españoles derrocara a tiranos como Moctezuma, quien, según algunos, «se comía a los niños crudos», el muy bestia.

No sé ustedes, pero por lo que a mí concierne, les aseguro que no tengo la menor intención de pedir perdón a nadie por las atrocidades cometidas por gentes de hace quinientos años. Lo que sí me gustaría es que un presidente tan pinturero como López Obrador dejara de hacer presentismo con la historia y se preocupara de acabar con la corrupción y la indecencia que asola su hermoso país, y que pusiera todo su empeño en liquidar el crimen organizado que está desangrando México, y en el que participan con el mismo entusiasmo criminal tanto descendientes de la población indígena como de la española y europea.