Hillary Clinton, candidata demócrata a la Casa Blanca, suele decir que le gustaría ver un biopic sobre su vida protagonizado por Meryl Streep. Por eso tiene guasa que la actriz, en cambio, decidiera meterse hace unos días en la piel del gran rival de su buena amiga. Puede que su imitación de Donald Trump no fuera especialmente sofisticada -el líder republicano y la sofisticación combinan tan bien como los cuadros y las rayas-, pero Streep necesitó solo una barriga de espuma, una peluca rubia -¿o era un gato?- y una mano de pintura naranja para lograr algo que ni sus tres Oscar le habían proporcionado: una audiencia y una repercusión inmediatas, planetarias y entusiastas. A quienes aún no hayan visto el vídeo, les deseamos un pronto despertar del coma.

Mitad acción política y mitad performance transformista, la escena funciona como suma de dos actitudes que la actriz ha mantenido constantes durante su carrera. Por un lado, ha protestado contra la energía nuclear y el uso de pesticidas; se ha declarado «feminista feroz» y ha luchado en pos de la igualdad de género y en contra del sexismo en Hollywood; ha atacado a George W. Bush por su postura frente al matrimonio gay y recibido medallas de Obama por su celo proabortista; y se ha declarado demócrata repetidas veces para las cámaras.

Por otro, si se la considera la mejor actriz del mundo es en parte por su querencia a la transformación estética. A lo largo de 40 años, sus sucesivos temperamentos en pantalla -ha sido enigmática, severa, frágil, aristocrática, sensual y brutal, y a veces todo a la vez- se han apoyado en el cambio de peinado, el maquillaje y la prótesis. Véanse a modo de muestra las imágenes que ilustran esta página: Streep urgentemente necesitada de peluquero y manicura en Into the woods (2014); o fagocitada por una Margaret Thatcher senil en La dama de hierro (2011).

Cuando Streep actúa no solo actúa: anula su personalidad para desaparecer en sus personajes como ninguna intérprete de su talla lo hizo antes. Cuando vemos viejas películas de Bette Davis o Katharine Hepburn siempre identificamos ciertas expresiones, ciertas maneras, que se repiten de una a otra. Con ella no. Quizá en parte por eso, y también por su obsesión temprana por el cine de temática severa -Vietnam en El cazador (1978), el divorcio en Kramer contra Kramer (1979), el Holocausto en La decisión de Sophie (1982), la ansiedad nuclear en Silkwood (1983)-, durante mucho tiempo se la consideró una actriz demasiado técnica, demasiado formidable. Pero, ¿qué tiene que ver el vídeo de Streep haciendo el ganso disfrazada de Trump con el exceso de técnica y la severidad?

Hará unos 15 años, cuando ya no tenía nada que demostrar, empezó a aligerar el tono, a revelar un lado travieso y un impulso anárquico; a pasarlo bien. La vimos completamente fumada en Adaptation (2002); se prestó a un gamberro cameo en Pegado a ti (2003), de los hermanos Farrelly; se regodeó derrochando desdén en El diablo viste de Prada (2006), como la madre de todos los jefes tiránicos; retozó por playas y colinas en Mamma Mia! (2008), se apropió de la afectada alegría de vivir de la cocinera Julia Child en Julie y Julia (2009) y dio vida a una rockera fracasada en Ricki (2015). Descubrió algo que en su trabajo más celebrado se había echado de menos: la capacidad de sorpresa. ¿Y se puede pedir algo más sorprendente, y más bizarro, que su aparición disfrada de Trump? H