EL PERIÓDICO conversa para este 8M con Fátima, Bettsy y Marifé, tres mujeres en exclusión social que luchan día a día para salir adelante, romper el muro de la exclusión y conseguir ser independientes. Estas son sus historias:

Fátima, 34 años: «Empecé a salir de casa cuando tuve a mis hijos»

A Fátima (nombre ficticio) le cuesta recordar su edad. Nació en Gambia, donde se casó a los 13 años porque así lo decidieron sus padres. «Te dicen que te casas y no puedes hacer nada más. Allí funciona así». Su marido, también gambiano y completamente desconocido, vivía en Zaragoza, hasta donde tuvo que emigrar Fátima un año después, en 2008. «Como era menor de edad (tenía 14) mintieron y dijeron que tenía 18 años». Ahora, según su DNI, tiene 34.

Cuando llegó a la capital, pequeña e inocente, lo hizo pensando que en España tendría más libertad, más independencia ya que en su país ambas palabras carece de significado. «No existe para las mujeres».

Nada más lejos de la realidad porque acabó encerrada en casa. «Empecé a salir cuando tuve a mis hijos y aprendí español viendo los dibujos animados con ellos», explica.

Tras años de sufrimiento tiró de valentía y decidió dejar a su marido. Algo impensable en su cultura. «Da igual que te maltrate, tú tienes que seguir con él. Es nuestra cultura», explica.

En su familia nadie aceptó su decisión. Y en Zaragoza no tenía a nadie, pero sí el apoyo de las entidades sociales, como la Obra Social El Carmen. Actualmente vive con sus dos hijos en una casa de acogida con otras mujeres y con hijos que han sufrido una suerte parecida. «Ahora sé lo que es la libertad», asegura.

«Yo lo que quiero es tener un trabajo, poder pagarme una casita y vivir con mis hijos, no pido más. No quiero depender de nadie», dice con ilusión. La misma que le despierta pensar que algún día podrá dedicarse a la repostería. «Este sería el trabajo de mis sueños».

Fátima ordenando los juguetes en la casa de acogida de la Obra Social del Carmen. ANDREEA VORNICU

Bettsy, 44 años: «Llegué embarazada y nos confinaron en casa»

 Poco antes de que la pandemia nos arrebatara la normalidad aterrizó Bettsy en España. Dejó atrás su país, Perú, en busca de nuevas oportunidades, de un futuro. «Allí no había trabajo y pensaba que aquí sería más fácil», confiesa.

Estaba a punto de dar a luz, lo que ya es de por sí una dificultad añadida para encontrar trabajo, y el confinamiento la encerró con un bebé recién nacido en una habitación alquilada en una casa en la que el ambiente no era el idóneo, ni para ella ni para su bebé. Su búsqueda de trabajo se truncó.

Le costó dar el paso de pedir ayuda. O más bien dejarse ayudar por la Obra Social El Carmen. «Quería valerme por mí misma, vine a España para eso. Mi idea era trabajar en Barcelona pero la persona que iba a venir a buscarme no apareció y en Zaragoza tenía una vieja amiga que me ayudó los primeros días. Después viví en un piso donde la propietaria me decía que tenía que espabilarme y me presionaba. No se daba cuenta de que estaba en un país desconocido y embarazada. No era fácil», explica. «Me sentía muy sola. Mis mismos compatriotas me dieron la espalda», dice sin ocultar el dolor que le produce admitirlo.

A Bettsy, de 44 años, le cuesta recordar el pasado. Ahora vive en un piso de acogida de la Obra Social pero en Perú tiene a dos hijos y salvar los miles de kilómetros que les separan es «muy doloroso», admite con la voz quebrada. «Hablo con ellos todos los días. Me da igual tener que dormirme a las tantas si así sé que voy a poder hablar con ellos», comenta.

El día que dejó sus maletas en la casa de acogida preguntó si podría salir a la calle a pasear. «Yo sentía como que me estaba metiendo en un internado, me daba miedo», dice confiada en que llegará el momento el que pueda tener su propio piso.

Bettsy y su hijo en la habitación de la casa de acogida en la que viven. ANDREEA VORNICU

 Marifé, 61 años: «Intentas que no te vean para evitar problemas»

A Marifé la conocen en las entidades sociales de Zaragoza. Vivió en la calle, en el albergue municipal y, ahora que ha logrado recuperar (en parte) su vida, colabora con las asociaciones que la ayudaron y que siguen haciéndolo.

«Cuando vivía en la calle me hice invisible. Es un mecanismo de defensa de las mujeres. Lo hacemos porque tenemos miedo, porque somos más vulnerables y nos asusta que nos puedan pegar o violar», admite.

Una invisibilidad a la que se ven forzadas por su condición de mujer que dificulta que las entidades sociales lleguen a ellas. Cuando decretaron el confinamiento residencial se encontró en un callejón sin salida. Ella no quería ir al albergue y tener que convivir con tantos hombres. Al final no le quedó otra.

«Imagina cómo era aquello. Tres meses encerradas unas 16 mujeres con el triple de hombres. No podíamos ni elegir qué ver en la tele», explica.

Marifé lamenta que hasta en la pobreza hay desigualdad, resquicios del machismo que ha imperado en la sociedad. «¿Qué mayor desigualdad hay cuando los recursos están pensados para ellos? Cuando hay más plazas para hombres que para mujeres, cuando tenemos que escondernos para que no nos pase nada», cuestiona.

Ahora ha logrado dar los primeros pasos de su nueva vida. Vive en una habitación alquilada y da cursos de cocina en el Programa de Primera Oportunidad del Ayuntamiento de Zaragoza. «Me di cuenta de que las mujeres de la calle se olvidaban de cocinar, de poner una lavadora, de cosas básicas. El olor a la comida les permite recordar lo que un día fueron. O eso es lo que intento. Ayudar como hicieron conmigo». 

Marifé en la cocina en la que ofrecer cursos a personas sin hogar. JAIME GALINDO