El trauma de Las Estrellas, 25 años después: "No pienso en las grietas. Convivo con las grietas"

El edificio, construido en plena burbuja sobre una dolina en Valdefierro, comenzó a agrietarse al poco de inaugurarse, mientras los vecinos aguantan entre el dolor y la resignación

Alberto Arilla

Alberto Arilla

Zaragoza

Corría el año 2000 cuando el Ayuntamiento de Zaragoza, entonces dirigido por José Atarés (PP), dio el visto bueno a la construcción de un edificio en la avenida Las Estrellas de Valdefierro, en los terrenos donde antaño se asentaba la Hispano Carrocera. Ahí se levantaron 100 viviendas, divididas en cinco escaleras, que se vendieron rápidamente. Los vecinos entraron, con la ilusión de quien empieza una nueva vida, en viviendas que a priori tenían altas calidades, a un precio igualmente alto. Era la época en la que la burbuja inmobiliaria empezaba a hincharse hasta que, en 2008, hizo crac. 

Pero, unos meses antes, los habitantes del bloque 1-3 de Las Estrellas vieron que algo no iba bien. Los cimientos de su futuro empezaban a tambalearse al son de una dolina sobre la que se había construido el edificio y que, para más inri, estaba catalogada en un anexo del plan urbano de la ciudad desde 1986, en un lugar muy destacado. Una condición que no impidió a los gobernantes recalificar los terrenos a residencial en 1995, con Luisa Fernanda Rudi de alcaldesa. Y la chapuza no tardó en hacerse notar.

Las escrituras, firmadas entre 2003 y 2005, se convirtieron rápidamente en papel mojado. "Firmamos una hipoteca importante, que seguimos pagando, para comprar algo cuyo valor real es cero". Así resume su sensación más de dos décadas después Luis (pseudónimo), uno de los cientos que puso la carne en el asador para mudarse a Valdefierro y formar su propia familia. "Estamos súper agusto en el barrio, pero lo que nos ha pasado es una putada", resume. Por sus ojos, a día de hoy, siguen apareciendo nuevos disgustos. "Sigo descubriendo grietas nuevas en mi piso que no conocía", asegura, mientras su mujer, Lidia (nombre también ficticio), intenta refugiarse en el humor: "Es el edificio más seguro de Zaragoza, porque lo tenemos monitorizado y todos los meses mandamos un informe al ayuntamiento". Un informe que, por cierto, corre a cuenta de los vecinos.

Al entrar en el que lleva siendo su domicilio habitual desde 2004, las paredes hablan por si solas. No hay un solo cuarto en el que, en mayor o menor medida, la dolina sobre la que se asienta sus vidas no se deje notar. "Hace pocos años, más o menos cuando la pandemia, estaba en la cocina y sentí crujir la casa. Lo primero que pensé fue en mi hija, creí que se le había caído la estantería encima", recuerda Lidia, que subraya algunos de los temores con los que lleva tiempo conviviendo.

"Que explote el gas, por ejemplo. Porque el edificio se sigue moviendo", señala. "Es que ves lo del inmueble que se hundió en Teruel hace un par de años e inevitablemente piensas en eso", añade su marido. El avance de los daños estructurales se nota, de hecho, a golpe de vista. Barandillas que no están alineadas con la de sus vecinos, partes del tejado más adelantadas que sus pares en otra escalera, con la que colindan... Por no hablar de las enormes cicatrices que presenta toda la fachada, tapadas provisionalmente.

Familias rotas

"Estoy cansada de que me digan que no piense en ello. O que todo el mundo tiene grietas en su casa. O que el edificio ya no se mueve. Lo que más me molesta es eso. Porque yo no pienso en las grietas, convivo con las grietas", remacha Lidia, resignada ante el valioso tiempo que se les ha ido entre líos judiciales y sentencias que no se ejecutan. "Por trabajo, podríamos habernos ido, porque teníamos posibilidades. Para bien o para mal, esto tendría que haber quedado resuelto con la última sentencia, pero no ha sido así. Ahora ya es tarde", lamenta. Y cierra esta parte de la conversación con una lapidaria frase que lo dice todo: "Normalmente, los problemas del trabajo acaban cuando llegas a casa. Ese debe ser tu refugio. Pero en mi caso, casi estoy mejor trabajando, porque estás a mil cosas y no piensas en lo que te encuentras al llegar a casa".

La familia que Lidia formó con su marido, Luis, no se ha resquebrajado, pero ha habido casos de todo tipo. "Esto no lo soporta cualquiera. Muchos han tenido que irse, hay familias que se han roto... Al final, esto es muy duro", expresa. Respecto a las sentencias judiciales, y pese a que la esperanza es lo último que se pierde, lo acontecido a lo largo de la última década lo complica sobremanera. "Solo pedimos que quien está castigado, cumpla. Es lo único que queremos. Pero siempre van retrasando todo", remacha Luis.

Durante el recorrido por su piso, situado en una de las escaleras que a priori están más alejadas de la dolina, pero igualmente dañada, las brechas siguen apareciendo. En algunas habitaciones, las tapan con calendarios o fotografías impresas en cartulina. Otras, directamente, las dan por perdidas. Es el caso de uno de sus baños. "Ya no hago más reparaciones. Cada dos por tres se caen las baldosas y no voy a gastar más dinero en algo que no tiene arreglo", reseña Lidia, frente a los precintos que sujetan, como buenamente pueden, las baldosas quebradas.

En la cocina, más de lo mismo. Y eso que, en principio, es una de las zonas menos dañadas. Pero en los detalles, como el que deja su lavadora, está la prueba. "Me compré una silenciosa, e iba relativamente bien, hasta que un día la escuché centrifugar. ¿Cómo puede ser? Al final, la he apañado con unas cuñas, porque no voy a estar todos los meses quitándola para nivelarla", expone Lidia, que sigue con ese mismo caso: "Un día se me salió el agua, que es algo que puede pasar. Pero en lugar de inundarse la cocina, se inundó el pasillo".

La canica

Una de las formas más rudimentarias para comprobar si un edificio está recto es lanzar una canica y ver su dirección. En el piso de Luis y Lidia, en lugar de deambular recta, la canica cojea hacia uno de los lados, como si el edificio estuviese inclinado. Que, de hecho, lo está. "Sabemos que el piso tiene fecha de caducidad. Aunque nos han llegado a decir que a partir de 2017 ya no podríamos vivir aquí. Pero es 2025 y seguimos", concluye Luis.

Además de la hipoteca, la factura del piso sube por los múltiples arreglos que han ido ejecutando en estas dos décadas, tanto en su domicilio como en el garaje o las escaleras. "Tapas una grieta y al poco sale otra. Pagamos muchas derramas", inciden. Y así, 25 años después, Las Estrellas siguen en pie. ¿Por cuánto tiempo? Nunca se sabe. Pero los daños, materiales e inmateriales, ya son irreparables. 

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