El urbanismo de posguerra y la formación de la plaza de las Catedrales
A partir de julio de 1936 se establecieron las bases para el desarrollo a largo plazo de la ciudad de Zaragoza

Plano de Zaragoza en 1938 / SERVICIO ESPECIAL

Desde el 19 de julio de 1936, los sublevados controlaron la ciudad de Zaragoza y su ayuntamiento volvió a las manos de la clase dirigente que venía usufructuándolo desde hacía un siglo, con breves interrupciones de gobiernos republicanos de 1931 a enero de 1934, y de febrero a julio de 1936.
A partir de julio de 1936, y de la mano de sucesivas corporaciones en buena sintonía con la banca y la gran propiedad, continuaron con la ejecución de varios proyectos urbanísticos, como la apertura de la calle de la Yedra, hoy San Vicente de Paúl, y se añadieron otros de enorme importancia, estableciéndose las bases para el desarrollo a largo plazo de la ciudad de Zaragoza y consumándose un proceso de genuina acumulación originaria de suelo. En los años de la guerra, la hiperactividad urbanística se justificó con la expectativa de las peregrinaciones masivas que acarrearía la supuesta elevación de la ciudad a centro espiritual de la Hispanidad, e incluso con la ilusión de que sustituyera como capital de España a la sovietizada Madrid.
Toda esta actividad mantuvo lazos complejos y no siempre explícitos con los precedentes primorriveristas y republicanos, pero, sobre todo, se vinculó íntimamente con el clima político y financiero convulso y peculiar que fue su caldo de cultivo, algo lógico en una actividad tan relacionada con la estructura social y económica como el urbanismo. Aún proyectos como la plaza del Pilar, la calle de Yedra o la prolongación de Independencia, arrastrados desde hacía decenios, adquirieron un carácter sustancialmente nuevo cunado los amparó una autoridad dispuesta a transformar el plano urbano hasta donde fuera preciso para garantizar que nunca se repetirían revueltas urbanas como las acaecidas en 1933, 1934, o 1936, y evitar que la rentabilización del patrimonio inmobiliario, en manos de los propietarios de siempre o recién cambiado de dueño, volviera a tropezar con los escollos que habían hecho fracasar anteriores proyectos de gran calibre.
A primera vista, sorprende que, tras haber llegado los ayuntamientos republicanos prácticamente a la quiebra por causa de la expansión urbanística impulsada desde 1923 a 1933, tan ambiciosa como equivocada en sus aspectos financieros, el dinero afluyera en cantidades que, en plana guerra o durante la más negra posguerra, permitieran simultanear la reforma interior y el ensanche incluso más allá del ensanche con una gran expansión de la propiedad en todas sus modalidades.
Para entender lo ocurrido hay que mirar hacia la acumulación de capital que propiciaron en Zaragoza la pujante producción de guerra (cuando Zaragoza se convirtió en la mayor ciudad de la mitad norte de la España franquista), unas prácticas económicas muy enrarecidas y condiciones laborales leoninas, prolongadas hasta bien entrados los años sesenta. Aunque acabada la guerra cambiara radicalmente el panorama económico y menguaran mucho las expectativas de ejecución de toda la urbanización proyectada y de nuevos edificios privados y públicos, y aunque buen parte del programa fascista de transformación de la ciudad quedara en nada (entre otras cosas porque el fascismo stricto sensu fue una moda exótica, cara y efímera), el planeamientos urbanístico tramitado entre 1936 y 1943 puso las bases de un larguísimo periodo de prosperidad de las inversiones inmobiliarias y explica buen parte de lo que aquí ocurriría en lo restante de siglo.
Así estaban las cosas cuando, en la noche del 2 al 3 de agosto de 1936, cayeron sobre el Pilar y su plaza tres bombas mal montadas no que no explotaron. Faltó tiempo a las fuerzas vivas par exigir el exterminio de los traidores y atribuir un milagro a la poca milagrera patrona. El día 5, la comisión gestora municipal nombrada por el ejército acordó colocar una imagen de la Virgen en el salón de sesiones, cesar a todos los funcionarios desafectos, y entre ellos a los arquitectos Miguel Ángel Navarro y Marcelo Carqué, y designar en lugar de éstos a Regino Borobio a título accidental. En el pleno del 26 de agosto se acordó abrir la plaza de las Catedrales y erigir en ella el Altar de Patria, «monumento a los héroes y ejército salvador de España». En noviembre, Borobio presentó un anteproyecto de avenida de las Catedrales que se aprobó por aclamación y sería la primar operación urbanística relevante emprendida en la España de Franco: una ambigua mezcla de colector de tráfico, basílica descubierta y patio de armas de ese gran cuartel en el que se había convertido la ciudad; cruce del Zeppelinfeld de Núremberg con la explanada de Lourdes, que debía acoger paradas militares, celebraciones patrióticas y, ante todo, las multitudinarias peregrinaciones marianas que se esperaba atraer de todo el orbe católico.
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