El pasado jueves, la directora general de Desarrollo Sostenible y Biodiversidad, Anabel Lasheras, declaró que Aragón no contempla medida alguna para erradicar al siluro de nuestros ríos. La especie alóctona, según dicha señora, es un motor de desarrollo, un factor para la creación de riqueza. Lasheras (ahora del PAR, antes del PP, destacada dirigente de la derecha rural) planteaba así un curioso y extendido axioma según el cual aquello que da algún dinero no puede ser malo. En su profunda y reconocida ignorancia de los asuntos que supuestamente gestiona, la directora general se olvidó de un detalle significativo: han sido los pescadores de siluros quienes han traído y expandido por la cuenca el mejillón cebra, otro animalito foráneo al que es necesario combatir puesto que coloniza y obtura conducciones, turbinas y otros artefactos humanos. Un buen puñado de millones de euros llevamos gastados en ello los contribuyentes. O sea, que la riqueza silurera tiene como contrapartida la ruina mejillonera. Sugerente paradoja.

El caso del siluro constituye un paradigma de la incapacidad de Aragón para mantener la biodiversidad autóctona y utilizar las recursos naturales propios como un verdadero factor de desarrollo. En esta Tierra Noble ni las autoridades ni la mayoría de la población entienden de procesos económicos a medio y largo plazo que no sean los más rutinarios y tradicionales; de la misma forma que adoran los golpes de fortuna rápidos, extravagantes y cargados de beneficios inmediatos (y el que venga atrás, que arree). Mientras tanto, la agricultura y la ganadería languidecen, sus profesionales protestan en las calles y la incipiente industria agroalimentaria va de cráneo (hace poco cerró Agrovalle, una empresa puntera apoyada por la DGA).

Aragón tiene hoy el dudoso honor de ser la región europea líder en el cultivo de transgénicos. Sin embargo otras opciones más rentables y sostenibles: la agricultura y ganadería de calidad, la intensividad, la producción ecológica o la creación de una imagen de excelencia (tanto gastronómica como medioambiental) están muy retrasadas. Por falta de recursos y de campañas unificadas de amplio alcance, fuera de aquí sólo son conocidos los vinos del Somontano y poco más. En ese terreno estamos a años luz de Rioja, de Navarra o de Cataluña.

Mientras, esperamos que los milagros nos vengan de fuera. Desastres ecológicos como la llegada del siluro (por manos de personal norteamericano de la Base de Zaragoza o de pescadores alemanes) o invenciones ridículas como Gran Scala nos parecen verdaderas maravillas. Al otro lado de los Pirineos existe una economía rural diversificada, compleja, rentable y cada vez más respetuosa con la naturaleza. Aquí soñamos con revitalizar el territorio mediante las semillas de Monsanto y los coches de carreras.