Cincuenta años dan para mucho en el Ayuntamiento de Zaragoza y su interior es huella fiel de lo acontecido. Pocos cambios han habido en una construcción que, sin reflejar todo lo que pensaron sus autores, mantiene la solemnidad y la funcionalidad que le han valido medio siglo de existencia. Desde las esculturas en bronce de San Valero y el Ángel Custodio del aragonés Pablo Serrano que presiden su entrada hasta la azotea y el subsuelo, cada rincón está plagado de historias, leyendas y curiosidades. Y todas suman. Sobre todo las de la imponente escalera imperial que conduce a la planta noble, su elemento más palaciego de una construcción rodeada de oficinas y ventanillas abiertas al ciudadano que recuerda a antiguas caballerizas que conducían a los aposentos en altura.

Un palacio dentro de una sede administrativa que ha sido escenario de una película de cine. Culpable para un delito se tituló, en la que José Antonio Duce convirtió los pasillos donde ahora reside el Gobierno de la ciudad en un juzgado al que llega un detenido que logra zafarse de los policías que lo escoltaban. Se estrenó solo un año más tarde de que se estrenara el edificio, un 6 de septiembre de 1965.

Rodada en blanco y negro, apenas se aprecia una de las peculiaridades de esta planta: el mosaico de vidrio polícromo que forman las cristaleras. Estas aportan luminosidad y color a todo el recorrido en forma de claustro donde se encuentran el despacho de Alcaldía, la Sala de Gobierno, el Salón de Plenos o el Salón de Recepciones. Evocan, según el profesor Torralba, "la tormenta, el agua, el fuego, el viento y la luz".

JARDÍN DE LOS TÍTULOS

Nada hace pensar que su función era la de tapar una carencia. El diseño original del edificio preveía al otro lado el lugar de recepción de las visitas oficiales y de celebraciones más solemnes. Se trataba de un jardín con una fuente central y cuatro esculturas que hicieran referencia a la nobleza, la lealtad, el heroísmo y la beneficiencia. Los títulos que tiene la ciudad y que hoy rezan en el mármol de una de las paredes en las que desemboca la escalera imperial ("Muy Noble, Muy Leal, Muy Heroica, Siempre Heroica, Muy Benéfica e Inmortal", escrito en él con letras doradas).

El jardín no se hizo, porque era costoso. Uno de los sacrificios para abaratar su precio. En su lugar hoy se ve una cubierta translúcida que se montó después de ver que exponer esta zona a la lluvia hizo que sufriera carbonatación. Eso explica, además, la rejilla metálica que protege al vestíbulo. Para evitar desprendimientos no deseados.

Hubo más. Como la puerta exterior que daba acceso al cuartel de la Policía Local, en el pasillo que ahora conduce a la puerta de salida. Al otro lado, en la que era Oficina de Turismo, había otra que no se hizo. Se quedó con tres, una de entrada al vestíbulo, otra de salida a la calle y la principal, presidida por las esculturas de Pablo Serrano.

Estas también tienen su historia. Pocos conocen que San Valero no aparecía en el proyecto inicial, estaba San Jorge. O que se querían hacer en piedra y fue Pablo Serrano quien sugirió fabricarlas en bronce para que aguantara mejor el paso del tiempo y las inclemencias del clima. O que esto provocó que se encargaran por 656.000 pesetas y que la fluctuación del precio del bronce hizo que acabaran costando 985.000. O que sus imponentes dimensiones, de 4,21 metros de altura hizo que se eliminaran de la fachada dos ángeles y un reloj. O que las hizo en solo un año.

Historias que hoy aparecen documentadas. Otras suenan a leyenda pero son reales. Como es la existencia de un refugio antiaéreo que acabó siendo utilizado como archivo municipal hasta que se llevó a la azotea porque la humedad acababa empapando todo el material apilado.

En época de posguerra era casi una obligación. Se hizo con capacidad para 1.200 personas, para aguardar en los habitáculos construidos a ambos lados de un pasillo de tres metros de anchura que recorre en el subsuelo toda la planta del edificio. Con espacios para meter víveres y un aljibe que se usó para extinguir incendios. Y, al lado, la carcasa metálica que ventilaba el enorme ordenador de la época que ocupaba una habitación entera. En las catacumbas municipales, aún hoy, el freático forma grandes charcos en este oscuro corredor antimisiles en el que se dejó de construir la parte más importante: la losa de hormigón que debía protegerlo. Se desechó por su elevado coste. Por suerte nunca hubo que probar su eficacia.

Otra idea descartada afectaba a la escalera imperial. Se pensó en colocar tres fuentes, evocando los tres ríos de Zaragoza: el Huerva y el Gállego en las plantas intermedias y el Ebro en la entrada principal. Tampoco se hicieron. A cambio, la Expo del 2008 recuperó en ella algunas joyas que ahora le dan lustre. Como los antiguos bancos de madera que los tenientes de alcalde acostumbraban a poner en sus casas. O los Papas que estaban en la capilla de San Martín de La Aljafería cuando era municipal.

Obras como la escultura cedida por Mariano Benlliure con el busto de Agustina de Aragón en la boca de un cañón, o el Cristo atado a la Columna recuperado del antiguo convento de Santo Domingo o el escudo más antiguo de la ciudad, hecho en madera y del siglo XIX junto a un Arco de Banderas del que se sacó el altar del Espíritu Santo, heredado de las Casas del Puente y, sin reparar, en Pontoneros.

Son muchos objetos valiosos los que cuelgan de las paredes, pero los más antiguos están en el techo. Como el artesonado del siglo XVI donado por la CAI que está en el salón de plenos, la Sala del Gobierno y el despacho del alcalde. El del Salón de Recepciones trata de asemejarse, pero no tiene este valor. Este último espacio siempre ha acogido los actos institucionales y hasta él, en la planta noble, llegaba la comida usando poleas desde las cocinas ubicadas en el sótano. En un lugar cercano a la rampa por donde los vehículos oficiales entraban desde la plaza del Pilar. Y cerca también de un antiguo pasillo que conectaba con la Lonja sin necesidad de salir a la calle. El párking subterráneo actual lo cerró para siempre.

Y, entre tanta historia, también hay leyendas. Como la referida al cuadro sobre el general Palafox que hay junto al Salón de Recepciones. Este parece tirar un papel al suelo que se debe, dicen, a una mancha de café o de tinta causada tras una acalorada discusión entre dos concejales. Se intentó limpiar pero se estropeó la pintura. Así que se pintó ese papel que ahora se ve caer.

Es inabarcable el número de historias que acumula el edificio y de leyendas que ya nadie comprobará jamás. Y las que le quedan por escribir entre estas paredes palaciegas que vigilan el Ángel Custodio y San Valero.