En los años 80 hubo un ciclista al que apodaban El Salvaje. Decían que era un poco bruto en la bicicleta. Se cargaba de tesón, tanto que a punto estuvo de ganar el Tour de 1983, el que devolvió la fe y la esperanza por la ronda francesa olvidada en el corazón de los seguidores españoles desde que se había apagado la llama de Luis Ocaña. Ese corredor era abulense, de El Barraco, y se llamaba Ángel Arroyo. Aquel año quedó segundo en la grande boucle y, en 1982, perdió la Vuelta por el que puede ser el dopaje más polémico de la historia del ciclismo.

Ha habido que esperar 27 años para que otro Arroyo, David en este caso, sin ningún parentesco con El Salvaje, volviera a subir al podio de una carrera grande, en este caso el Giro, ayer en la Arena de Verona, la ciudad que ha visto proclamarse dos veces campeón del mundo a Óscar Freire. Arroyo salvó ayer en la contrarreloj final de la ronda italiana (ganada por el sueco Gustav Larsson) la segunda plaza de un podio por el que luchó con ahínco, puesto que ese fue su objetivo, más que la victoria en la propia carrera, desde que se vistió de rosa hasta que perdió la maglia tras un excepcional descenso del Mortirolo. Arroyo acompañó a Ivan Basso, en la segunda victoria del italiano, su primer éxito después de confirmar su pertenencia a la trama de la operación Puerto, arrepentirse de haber hecho uso del dopaje y cumplir dos años de castigo.

Arroyo, en cambio, ha vivido este Giro como un sueño. "Mis amigos y mi familia han hecho posible que fuera creyéndomelo día a día y por eso he podido subir al cajón de una gran carrera". Hoy le espera un gran recibimiento en su Talavera de la Reina natal, donde ya era uno de los deportistas más ilustres, junto al piloto Álvaro Bautista, con el que practica mountain bike. Cada vez que la Vuelta ha llegado a su ciudad, el recibimiento a Arroyo, aunque estuviera entre el público, ha sido apoteósico.