Sin especial incidencia se celebró ayer el Día del consumidor, una figura mucho más importante de lo que parece y en la que debería residir el poder de elegir de forma efectiva. Como ya se ha recordado muchas veces en esta columna, votamos cada cuatro años -salvo los catalanes-, pero podemos ejercer nuestro poder de comprar todos los días de nuestra vida.

El sistema en que vivimos está basado en la compra y la venta. Todo se pone a disposición del consumidor y debería ser éste quien impusiera sus criterios, si quisiera. Algo especialmente relevante en el sector agroalimentario. Un ejemplo, los productos ecológicos llegan a los supermercado en el momento en que las cadenas deciden que es rentable -para ellos- colocarlos en los lineales, cuando estiman que hay una masa crítica suficiente de consumidores. Es decir, responden a los supuestos intereses de sus clientes.

Pero no siempre es así. Por ejemplo, la carne de cerdo que se ofrece suele ser de escasa calidad, pero resulta barata. Así, mientras la mayoría de los consumidores opte por consumir carne barata y en mucha cantidad, la industria seguirá mejorando sus métodos para llenar los lineales. Hasta que, ojalá, un número significativo de actos de consumo imponga a las cadenas la necesidad de ofrecer otro tipo de carne, menos barata, pero sustancialmente mejor.

De la misma manera, la oferta de bares y restaurantes de un lugar se conforma a partir de los gustos y necesidades de sus clientes, antes que desde las capacidades de los profesionales que los regentan. Si, como sucede en esta ciudad, los consumidores de bares y restaurantes optan por la mediocridad, será mediocre su oferta hostelera. Viene a ser lo mismo que antes: si optamos por salir muchas veces a comer a precios ajustados, la calidad irá en consonancia. Especialmente cuando la ausencia de un turismo de calidad impide dar vida a establecimientos con mejor cocina y servicio.

Es decir, tenemos lo que nos merecemos, lo que hemos decidido consumir. Ustedes mismos.