Las jornadas de la cuchara de palo, que se celebran estos días en el restaurante Donde Carol, proponen un interesante juego: degustar los mismos platos con la habitual cuchara metálica, pero también con la antañona de madera. Quien se presta a ello descubre de inmediato que las sensaciones gustativas son muy diferentes. Lo mismo han experimentado quienes han acudido a una cata de copas -sí, de copas, no de vino-, donde nuestra percepción del líquido se modifica radicalmente según la forma y el tamaño del receptáculo.

Estas diferencias se pueden explicar fácilmente de forma técnica, pues la ingesta de alimentos y bebidas se altera en función del vehículo en que nos llegan. Conocido es que el vino no sabe igual desde la bota o el porrón, que bebido en una copa riedel o el viejuno vaso de duralex.

Esto, que aprovecharon genios de la cocina, como Adrià, para experimentar nuevos menajes, platos y soportes, más allá de los tradicionales redondos o cuadrados, está llegando al paroxismo, por culpa de una equivocada modernidad o vanguardismo.

Valga como ejemplo las pizarras como soporte. Lo que pudo tener sentido en su momento, y para determinados platos y presentaciones, se ha convertido hoy en una lacra que sufren tanto camareros -¿Es posible depositarla grácilmente sobre la mesa?-, como clientes, que ven acercarse peligrosamente la salsa sobre la negra superficie hacia sus pantalones. O esa especie de platos soperos donde resulta imposible que repose la cuchara, resignada a permanecer en nuestras manos o ensuciar el mantel. Por no hablar de esos vasitos de difícil manejo en los que siempre quedan restos del manjar imposibles de recuperar.

Bienvenidas sean las innovaciones en menaje… siempre que tengan un sentido, que hayan sido pensadas. El buen diseño se mantiene mientras cumple su función, pero en determinados restaurantes parece que hemos sido atrapados por un excéntrico menajero. Y no.