‘La regata’

Manuel Vicent

Alfaguara

256 páginas

En la prosa de Manuel Vicent (Villavieja, 1936) sopla una brisa mediterránea, se percibe el aroma de unas sardinas a la brasa y el frescor de la sombra de una higuera. Tiene el don de utilizar el lenguaje como una red marinera donde atrapa sensaciones olfativas y visuales, táctiles y gustativas, con las que elabora una escritura carnosa y sensorial, penetrada por los placeres que brindan los frutos de la naturaleza y la bondad del clima.

La idea de la felicidad que impregna su estilo es la de un atardecer a la orilla del mar acariciando la vista con la belleza dorada de la luz y el paladar con los jugos de las viñas y los olivos. Todo ese hedonismo panteísta está en la novela La regata, que tiene como espina dorsal una regata de lujo que parte de la imaginaria ciudad levantina de Circea de la Marina y, tras llegar a Cerdeña, regresa al Club Náutico. La regata y los regatistas son el pretexto para enhebrar escenas de la vida regalada y hueca de un grupo de tiburones sociales y su enjambre de parásitos.

En la presentación de esta fauna, Vicent demuestra su magisterio como retratista vitriólico que lo mismo clava a un individuo como a una mariposa en un corcho que caracteriza con pocos trazos un espécimen social: el ricacho que se precia de ser anfitrión de un político corrupto (Armando Bielza), ese mismo político desaprensivo y chaquetero que acaba en la cárcel (aquí, Camilo Veragua), el especulador inmobiliario del pelotazo (Paco Olmedilla), el financiero provecto que juega a ser joven a base de viagra y se queda en el intento (Pepe California) o la joven actriz ambiciosa que acepta ser carne propiciatoria (Dora Mayo, que ensaya una Lisístrata que promueve una huelga de sexo a favor de la paz).

El único personaje que descuella en esa gusanera echada mar adentro es un joven escritor novel, Ismael (como el narrador de Moby Dick, único superviviente del ballenero), que, en la tripulación del velero Suertes de Mar, espera recoger durante la travesía las vivencias necesarias para una novela. La presencia a bordo de la pelirroja Laia, que juzga masturbables ciertos crepúsculos, convierte la singladura en una búsqueda con recompensa.

Quizá es Ismael -es lo que sugiere el propio Manuel Vicent- el que hace la crónica de esta regata en la que los aspectos terroríficos de la realidad (la plutocracia corrupta, las pateras, los naufragios, los atentados o los bombardeos) no acaban de expulsar la persistente belleza de la faz de la tierra.