Steven Soderbergh es un director al que obviamente no le gusta repetirse. Especialmente desde que regresó al trabajo tras unos años retirado, para él cada proyecto es una nueva forma de experimentar con la técnica y el estilo, de sentir algo parecido a dirigir con los ojos vendados. Sin ir más lejos, la serie que estrenó hace solo unas semanas, Mosaic, fue diseñada para verse a través de una app.

El problema de Unsane, la intriga psicológica que presentó ayer en la Berlinale, es que en efecto parece haber sido rodada a ciegas. En realidad ha sido grabada en su totalidad con un iPhone y, de entrada, visualmente es tan sucia y oscura como ese dato invita a imaginar. Pero es que, además, al verla uno se siente como al acabar de montar un mueble del Ikea y descubrir que sobran piezas.

La película nos presenta una serie de tramas sobre, respectivamente, una conspiración que implica a hospitales y aseguradoras, una joven que quizá esté loca y un asesino en serie, y ninguna de ellas funciona. A ello sin duda contribuyen el desdén mostrado por Soderbergh hacia conceptos como la lógica y la probabilidad. La narración es tan poco tensa que, si la usáramos como cinturón, se nos caerían los pantalones. Peor aún, Unsane en ningún momento da la sensación de haberse visto beneficiada por estar grabada con un móvil, todo lo contrario. «Tan pronto como descubro cómo quiero que sea el plano puedo grabarlo inmediatamente, lo que permite mantener la energía durante el rodaje», explicó ayer Soderbergh acerca de las ventajas de usar la nueva tecnología. «Y, además, te permite un control total de la posproducción». El iPhone, pues, le facilita las cosas, y volverá a usarlo en su próxima película. Que se fastidie el espectador.

CUESTIÓN DE IDIOTEZ

El otro filme presentado a competición se titula Mi hermano se llama Robert y es un idiota, pero no debería. Porque su coprotagonista no es un idiota. Un perturbado, posiblemente; un cretino, sin duda. Pero un idiota, no. Desde las primeras escenas se dedica a farfullar teorías sobre la esencia de la verdad y la necesidad de cuestionárselo todo, mientras pasa las horas con su hermana en los alrededores de una gasolinera, en medio de la nada. No tarda en quedar claro que hay algo marrano en su relación, por el modo en que se miran y se toquetean y por el baño que se dan desnudos en un lago.

La pareja echa la tarde merodeando la estación, comprando cervezas o tocando las narices al empleado; ella intenta tener sexo con todo el que se le cruza. Pasa una hora de película. Llega la noche y Robert se queda dormido en el suelo, beodo. Al día siguiente, más baños en pelotas y más cervezas, todo eso intercalado por planos de saltamontes, y siguen pasando más y más horas de metraje -la película no dura más de tres, pero son como los años de los gatos: cada una vale por siete-. Y ahí estamos frente a la pantalla, contemplando a los hermanos comportarse de forma cada vez más irracional y violenta y esperando a que lo que el director Philip Gröning nos cuenta empiece a tener el más mínimo interés, aunque conscientes de que eso es cada vez más improbable. Al final, está claro quiénes son los idiotas en esta historia.