Acaban las fiestas del Pilar de Zaragoza con la amargura por la muerte de dos jóvenes que volvían de divertirse del recinto de Interpeñas. El fallecimiento de estos chicos aparentemente desorientados en medio de una autovía en obras ha abierto el debate sobre el modelo festivo que adoptan jóvenes y adolescentes y sobre la ubicación de los escenarios principales en los dos extremos, norte y sur, de la ciudad. Sin establecer una relación causa-efecto en el caso concreto de los dos fallecidos en la Ronda Norte --sería gratuito e irresponsable hacerlo--, a muchos nos ha asustado estos días el deambular zombi de cuadrillas numerosas de chavales, muchos niños, con bolsas cargadas de alcohol.

Se han convertido las fiestas, para grupos cada vez más numerosos de jóvenes, en una competición por la bebida, en una especie de sonambulismo etílico hacia ninguna parte. El adulto que haya querido verlo, ha podido comprobarlo. Bastaba con pasear por el entorno de la plaza del Pilar, de las riberas o en los aledaños de los pabellones festivos. Consolarse con la frase, también escuchada estos días, de "nosotros también bebíamos en fiestas" no pasa de ser una mentira piadosa para expiar culpas. En el modelo de ocio actual no solo se bebe, sino que se hace ostentación de la bebida, de sus efectos. Hasta los chavales que rechazan el alcohol tienen que salir a la calle con una botella de refresco que, en la multitud, será confundida con el cubata redentor y socializador. Se evitarán así ser llamados friquis y podrán sentirse integrados en el absurdo modelo festivo. En plena cruzada contra el tabaco, con los fumadores acorralados y apestados socialmente en todos los rincones de España, los efectos sobre la salud pública del consumo excesivo de alcohol no se tienen ni siquiera en cuenta.

Volviendo al caso concreto de Zaragoza, en el 2009 se aprobó una ordenanza antibotellón que entró en vigor para después del Pilar, precisamente para evitar conflictos con su aplicación durante la celebración de las fiestas de ese año. La ordenanza prevé sanciones de hasta 1.500 euros por la práctica del botellón, y lo cierto es que desde entonces se ha aplicado con mayor o menor fuerza, con la imposición de cientos de sanciones. La verdad es que ha servido de poco. Tiene trampa. Como casi todas ordenanzas antibotellón aprobadas por municipios españoles protege más al vecino de los efectos de las grandes concentraciones de jóvenes que beben que a los jóvenes mismos de sus excesos. Solo hay que recordar cómo fue el debate para su puesta en marcha y cómo, al final, se introdujo dentro de la ordenanza municipal sobre protección del espacio urbano. De hecho, el botellón, dentro de esta norma, queda definido como una reunión que perturba la tranquilidad ciudadana o el derecho al descanso de los vecinos o conlleva el abandono indiscriminado de residuos fuera de los contenedores, con la excepcionalidad de las fiestas del Pilar o las de los barrios.

Difícil terreno el de la regulación de derechos individuales y colectivos, y más para una administración, como el ayuntamiento, que regula la vida en sociedad pero no es competente en derechos individuales. El cumplimiento de la normativa antibotellón solo será posible si existe una conciencia decidida por parte de la sociedad. Afirmar que esa situación es solo responsabilidad pública es gratuito. Debemos preguntarnos por qué grupos de jóvenes muestran tanto interés en coger una melopea barata los fines de semana. ¿No estarán poniendo en práctica valores y conceptos sociales aprendidos de los mayores, o incluso de un sistema que eleva los beneficios de determinado sector? El botellón, como fenómeno, no deja de ser una prolongación de los hábitos sociales heredados que, de paso, nos permite pasar de puntillas por el problema de fondo del alcoholismo y de sus consecuencias. Es contradictorio que mientras se ha trabajado mucho y bien para erradicar el problema del alcohol al volante, con resultados innegables, no se ha conseguido el mismo efecto con el binomio alcohol-jóvenes. Una realidad que hay que modificar a la mayor brevedad y que implica por igual a instituciones públicas y a familias. Y no solo desde la coerción, sino desde la sensibilización y la educación. ¿Europa se preocupa de que los niños de hasta diez años puedan hinchar un globo y nosotros dejamos beber a uno de doce en un espacio público?

La modernización del país no puede venir solo del ladrillo, de las infraestructuras, de las inversiones; es decir, de todo aquello que tenga que ver con el dinero circulante o con los modelos de producción. Hay factores y elementos sociales que no pueden cuantificarse, pero cuya aplicación contribuye al mejoramiento colectivo. Adoptar una conciencia cívica adecuada sería algo maravilloso. Sin entrar en las particularidades, se vio en el movimiento 15-M, con jóvenes de todo el país ocupando espacios emblemáticos, acampados incluso algunos, que fueron capaces de respetar y hacerse respetar. Junto con las consignas escritas a modo de mensaje para cambiar el mundo que colgaban a modo de carteles, los indignados también recordaban a todos los que quisieron acercarse a sus concentraciones que aquello no era un botellón, ni una reunión de ociosos. Que nadie vea en este artículo un ejercicio gratuito de oportunismo tras la muerte de dos jóvenes que perfectamente podrían haber pasado la noche de juerga sin tomar un trago. Tampoco un canto a la ley seca, ni a la limitación de libertades individuales en ciudadanos adultos y formados. Pero no podemos ocultar que tenemos un problema, y que en momentos como las fiestas de pueblos y ciudades de toda España, se pone de manifiesto con toda su crudeza.